Con la dinámica y las habitualmente posiciones zizagueantes en las que suele incurrir buena parte de la dirigencia política nacional, imaginar un escenario nítido de cara a las elecciones presidenciales sería poco serio.
Hablar de dos años en Argentina es hablar de una eternidad.
De todos modos, no hay dudas de que los principales ganadores del 28 de junio, aunque ninguno de ellos por margen que le garantice un triunfo en 2.011, fueron políticos de raigambre liberal y conservadora, que plantean (algunos en forma más vehemente; otros, con mayor sutileza para esconder sus verdaderas intenciones) volver a la ortodoxia financiera de los ’90 (achicamiento del gasto público, reducción del Estado a la mínima expresión, aceptación de los condicionamientos del Fondo Monetario Internacional, exaltación de la omnipotencia del mercado –con su comprobada falacia de la teoría del derrame-, desindustrialización, flexibilización laboral y criminalización de la protesta social).
Son recetas que ya se aplicaron en nuestro país y sería redundante hablar de las terribles consecuencias que se generaron.
Ahora bien. ¿Qué fuerza partidaria o dirigente del campo nacional y popular está en condiciones de oponerse con reales posibilidades a los nostálgicos del desguace del Estado y la frivolización de la política?
El gobierno nacional, evidentemente, sufrió una dura derrota en los comicios, especialmente en el territorio bonaerense, adonde puso toda la carne al asador.
No soy de los que cree (y lo he dicho en más de una oportunidad) que este gobierno hizo todo mal, más allá de sus inocultables errores políticos y de gestión.
Pero en algunos temas, las administraciones de la demonizada era K superó mis expectativas iniciales como ciudadano, especialmente si se hace una comparación con las nefastas experiencias anteriores, fundamentalmente con las vividas durante la dictadura, el menemismo y la Alianza.
La renovación de la Corte Suprema de Justicia, la política de derechos humanos en relación con el pasado genocida (más allá de los asuntos que se deben resolver actualmente en la materia), el fortalecimiento de la relación con los países latinoamericanos antiimperialistas, la negativa al ALCA y el aval al ALBA; las reestatizaciones, la no criminalización y no represión de la protesta social, el crecimiento del presupuesto educativo (6 por ciento del Producto Bruto Interno) y la vuelta a las paritarias y hasta el canal Encuentro son buenas noticias para aquellos que creemos en la independencia económica y la soberanía política de las naciones.
Pero estamos a mitad de camino y aún quedan muchas cosas por hacer, especialmente en relación con los más pobres.
El gobierno, especialmente durante la etapa preelectoral, emitió algunas señales a los integrantes de la habitualmente quejosa, inconformista y volátil clase media porteña - como lo demuestra la implementación de planes de créditos para el consumo- olvidándose casi por completo (en el discurso y en la acción) de las prioridades de los sectores más pauperizados.
Es necesario encauzar el modelo productivo e ir a fondo por la inclusión social. Sólo así el gobierno podrá sumar a las fuerzas progresistas que están reclamando fortalecer ambos aspecto, como también piden su “despejotización”, de nula o hasta improductiva eficacia en las últimas elecciones.
Profundizar lo hecho bien. Corregir las cosas que se hicieron mal. Sólo así se evitará que los relojes vuelvan para atrás y evitar que en par de años López Murphy pueda asumir como ministro de Economía, el “Fino” Palacios como ministro de Seguridad, el turco Jorge Asís como ministro de Cultura, el rabino Bergman como ministro de Culto o Biolcatti como ministro de Agricultura y Ganadería.
Hablar de dos años en Argentina es hablar de una eternidad.
De todos modos, no hay dudas de que los principales ganadores del 28 de junio, aunque ninguno de ellos por margen que le garantice un triunfo en 2.011, fueron políticos de raigambre liberal y conservadora, que plantean (algunos en forma más vehemente; otros, con mayor sutileza para esconder sus verdaderas intenciones) volver a la ortodoxia financiera de los ’90 (achicamiento del gasto público, reducción del Estado a la mínima expresión, aceptación de los condicionamientos del Fondo Monetario Internacional, exaltación de la omnipotencia del mercado –con su comprobada falacia de la teoría del derrame-, desindustrialización, flexibilización laboral y criminalización de la protesta social).
Son recetas que ya se aplicaron en nuestro país y sería redundante hablar de las terribles consecuencias que se generaron.
Ahora bien. ¿Qué fuerza partidaria o dirigente del campo nacional y popular está en condiciones de oponerse con reales posibilidades a los nostálgicos del desguace del Estado y la frivolización de la política?
El gobierno nacional, evidentemente, sufrió una dura derrota en los comicios, especialmente en el territorio bonaerense, adonde puso toda la carne al asador.
No soy de los que cree (y lo he dicho en más de una oportunidad) que este gobierno hizo todo mal, más allá de sus inocultables errores políticos y de gestión.
Pero en algunos temas, las administraciones de la demonizada era K superó mis expectativas iniciales como ciudadano, especialmente si se hace una comparación con las nefastas experiencias anteriores, fundamentalmente con las vividas durante la dictadura, el menemismo y la Alianza.
La renovación de la Corte Suprema de Justicia, la política de derechos humanos en relación con el pasado genocida (más allá de los asuntos que se deben resolver actualmente en la materia), el fortalecimiento de la relación con los países latinoamericanos antiimperialistas, la negativa al ALCA y el aval al ALBA; las reestatizaciones, la no criminalización y no represión de la protesta social, el crecimiento del presupuesto educativo (6 por ciento del Producto Bruto Interno) y la vuelta a las paritarias y hasta el canal Encuentro son buenas noticias para aquellos que creemos en la independencia económica y la soberanía política de las naciones.
Pero estamos a mitad de camino y aún quedan muchas cosas por hacer, especialmente en relación con los más pobres.
El gobierno, especialmente durante la etapa preelectoral, emitió algunas señales a los integrantes de la habitualmente quejosa, inconformista y volátil clase media porteña - como lo demuestra la implementación de planes de créditos para el consumo- olvidándose casi por completo (en el discurso y en la acción) de las prioridades de los sectores más pauperizados.
Es necesario encauzar el modelo productivo e ir a fondo por la inclusión social. Sólo así el gobierno podrá sumar a las fuerzas progresistas que están reclamando fortalecer ambos aspecto, como también piden su “despejotización”, de nula o hasta improductiva eficacia en las últimas elecciones.
Profundizar lo hecho bien. Corregir las cosas que se hicieron mal. Sólo así se evitará que los relojes vuelvan para atrás y evitar que en par de años López Murphy pueda asumir como ministro de Economía, el “Fino” Palacios como ministro de Seguridad, el turco Jorge Asís como ministro de Cultura, el rabino Bergman como ministro de Culto o Biolcatti como ministro de Agricultura y Ganadería.