Por estas horas, representantes de distintos sectores se rasgan las vestiduras hablando de la pobreza cuando jamás les importaron los pobres; igual que varios dirigentes políticos que defendieron políticas que contribuyeron a la creación de la fábrica de pobres por la que ahora se escandalizan.
Por eso, es oportuno recordar a una persona a la que sí le importaron los pobres; y no desde la retórica, sino embarrándose los pies con y por ellos.
La referencia es para Carlos Mugica o, como bien lo definió Felipe Pigna en el libro Lo pasado pensado, el Evangelio Caminando.
Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe nació el 7 de octubre de 1.934.
En 1.954, ya ordenado sacerdote, comenzó a recorrer conventillos y a tomar contacto con el pueblo, con sus padecimientos y sus simpatías políticas. Eran épocas de enfrentamiento entre Perón y la Iglesia, y Carlos se sintió muy conmovido por lo que leyó en la pared de una vivienda humilde: “Sin Perón no hay patria ni Dios; abajo los cuervos”.
Tras haber estado en Francia durante el histórico Mayo del ’68, regresó a nuestro país cuando la dictadura de Onganía se caía a pedazos. Y Mugica se instaló en la villa para siempre.
Como el Che, venía de una familia “bien”. Como el Che, abandonó la comodidad de un hogar en donde no faltaba nada, para luchar por los que no tenían casi nada.
Carlos nunca se callaba. Denunciaba a los hipócritas y a los mercaderes del templo. Y pagó por ello. Molestaba a la jerarquía eclesiástica.
Si hasta rezaba una oración inventada por él mismo:
“Señor: perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos parezcan tener ocho años y tengan trece.
“Señor: perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro. Yo me puedo ir, ellos no.
“Señor: perdóname por haber aprendido a soportar el olor de aguas servidas, de las que puedo no sufrir, ellos no.
“Señor: perdóname por encender la luz y olvidarme que ellos no pueden hacerlo.
“Señor: yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie puede hacer huelga con su propia hambre.
“Señor: perdóname por decirles “no sólo de pan vive el hombre” y no luchar con todo para que rescaten su pan.
“Señor: quiero quererlos por ellos y no por mí.
“Señor: quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos.
“Señor: quiero estar con ellos a la hora de la luz.
Así pensaba Mugica, el cura tercermundista, el que irritaba a los poderosos, el que no estaba preparado para matar por un mundo más justo e igualitario, pero sí para morir por esa noble causa. El que fue asesinado por la Triple A.
Soñó –y peleó- para modificar las estructuras de opresión imperantes en nuestras comunidades. Y lo llamaron comunista, revolucionario y violento. Cosas parecidas le dijeron a Jesús.
Su vida y predicación fueron un verdadero ejemplo de gracia, fe, libertad y paz; evangelizó a los más humildes recorriendo el sendero de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación propia hasta la muerte, convirtiéndose así en semilla de luz y esperanza para millones de desheredados.
Por eso, es oportuno recordar a una persona a la que sí le importaron los pobres; y no desde la retórica, sino embarrándose los pies con y por ellos.
La referencia es para Carlos Mugica o, como bien lo definió Felipe Pigna en el libro Lo pasado pensado, el Evangelio Caminando.
Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe nació el 7 de octubre de 1.934.
En 1.954, ya ordenado sacerdote, comenzó a recorrer conventillos y a tomar contacto con el pueblo, con sus padecimientos y sus simpatías políticas. Eran épocas de enfrentamiento entre Perón y la Iglesia, y Carlos se sintió muy conmovido por lo que leyó en la pared de una vivienda humilde: “Sin Perón no hay patria ni Dios; abajo los cuervos”.
Tras haber estado en Francia durante el histórico Mayo del ’68, regresó a nuestro país cuando la dictadura de Onganía se caía a pedazos. Y Mugica se instaló en la villa para siempre.
Como el Che, venía de una familia “bien”. Como el Che, abandonó la comodidad de un hogar en donde no faltaba nada, para luchar por los que no tenían casi nada.
Carlos nunca se callaba. Denunciaba a los hipócritas y a los mercaderes del templo. Y pagó por ello. Molestaba a la jerarquía eclesiástica.
Si hasta rezaba una oración inventada por él mismo:
“Señor: perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos parezcan tener ocho años y tengan trece.
“Señor: perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro. Yo me puedo ir, ellos no.
“Señor: perdóname por haber aprendido a soportar el olor de aguas servidas, de las que puedo no sufrir, ellos no.
“Señor: perdóname por encender la luz y olvidarme que ellos no pueden hacerlo.
“Señor: yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie puede hacer huelga con su propia hambre.
“Señor: perdóname por decirles “no sólo de pan vive el hombre” y no luchar con todo para que rescaten su pan.
“Señor: quiero quererlos por ellos y no por mí.
“Señor: quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos.
“Señor: quiero estar con ellos a la hora de la luz.
Así pensaba Mugica, el cura tercermundista, el que irritaba a los poderosos, el que no estaba preparado para matar por un mundo más justo e igualitario, pero sí para morir por esa noble causa. El que fue asesinado por la Triple A.
Soñó –y peleó- para modificar las estructuras de opresión imperantes en nuestras comunidades. Y lo llamaron comunista, revolucionario y violento. Cosas parecidas le dijeron a Jesús.
Su vida y predicación fueron un verdadero ejemplo de gracia, fe, libertad y paz; evangelizó a los más humildes recorriendo el sendero de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación propia hasta la muerte, convirtiéndose así en semilla de luz y esperanza para millones de desheredados.