El barco cuyo nombre era Córdoba había partido de España, llegando en pleno verano al puerto de Buenos Aires el 28 de enero de 1952.
Atrás había quedado la tierra natal y la Argentina había sido el sitio elegido para el destino de una familia que soñaba con disfrutar los frutos de la buenaventuranza que no habían encontrado patria adentro.
Que vinieron a buscar, cargados de fe y esperanza de este lado del charco.
El matrimonio y sus dos pequeños hijos comenzaron a conocer la geografía bonaerense, no resultando fáciles los días iniciales, como tampoco fueron escasas las dificultades que debieron sobrellevar.
Un conventillo hospedó sus vidas, siendo el voraz fuego de un incendio el que les brindó nada grata recepción, consumiendo en poco tiempo las pertenencias de un exiguo y único equipaje.
Fue ese mismo fuego el que incendió el corazón de aquellos vascos, que en honor a su pertenencia se juramentaron “porfiarle” al destino y a cada una de las adversidades que fueran surgiendo.
Partieron entonces hacia Coronel Pringles alentados por sueños de mejores días, surgiendo en su horizonte una nueva dificultad: la comunicación.
La familia estaba compuesta por el matrimonio que conformaban Juan Bautista y Nieves, a quienes acompañaban una niña de dos años y medio y su hermano de apenas uno.
Poco entendían las expresiones de los paisanos y muy poco podían comprenderlos a ellos, causando aún mayor confusión cuando los vecinos escuchaban que a la madre le decían “macho” y al menor de los hijos “ñoqui”.
Claro que eso tiene una explicación, que en aquellas circunstancias era difícil de expresar o poder comentar a los otros: “amacho” significa mamá y en realidad, Iñaki era el nombre del niño al que parecían nombrar como una pasta.
Una humilde casa, bien de las “de antes”, con enorme patio y a diferencia del confort de estos tiempos, con el baño (el fondo) en el exterior y a varios metros de la construcción principal.
Ese camino, que a veces debía recorrerse de apuro tenía pegajosos enemigos para “los Zabala”. Una enorme higuera se encargaba de esparcir sus dulces frutos en el suelo, pegoteando el calzado y a veces provocando dolorosas caídas.
La niña de esta historia aprendió dos cosas: a odiar (sin perdón) a los higos y a soñar (sin pausas) con mejores días.
Hoy sigue manteniendo su inquina con las brevas.
Hoy la realidad que empalaga la dulzura de su vida, es a no dudar: consecuencia de aquellos sueños transformados en positiva y valiente resistencia.
¿Cómo fueron los años posteriores de aquellos inmigrantes?
Se produjo la llegada a Coronel Dorrego y acompañados por los ahorros que habían conquistado con trabajo y mucho esfuerzo, adquirieron una casa sobre calle Yrigoyen (que aún conservan) y donde Juan Bautista atendió junto a su esposa un bar que hacía esquina con calle 9.
Para todos aquellos que conformábamos el barrio: era y sigue siendo “el bar de los Zabala…”
La niña ya no tenía higos que obstaculizarán su andar, no había distancias que recorrer; pero seguía teniendo sueños largos por concretar.
Cursó con éxito sus estudios primarios y secundarios en el Colegio San José, mientras que su hermano lo hizo en la Escuela Nº 1, para luego proseguir la secundaria en Tres Arroyos y acceder a un título en la Universidad de Bahía Blanca, lo que demandó un esfuerzo extra para toda la familia.
Su corazón comenzó a sentir el corcoveo de una pasión, que tenía un único destinatario, que solo pudo ser amansada por los brazos de un compañero para toda la vida: Raulí (Raúl Roassio).
Amor que se prolongó en sus dos hijos, Manuela y Juan.
La niña se hizo mujer y comenzó a tener nuevas responsabilidades, ingresando en 1972 a la Municipalidad local, accediendo el primero de febrero de 1992 y mediante concurso a ocupar el estratégico cargo de Tesorera Municipal.
Decidida a tener una sola camiseta (la de empleada pública), debió soportar y enfrentar no pocas dificultades (vaya si sabía de eso), “higos de intolerancia y presiones”, que sin odiarlos, logró superar con entereza y desde la eficiencia y responsabilidad de una función ejercida a conciencia.
Después de 37 años este viernes 2 de Octubre, “la vasquita de los sueños” vivirá una jornada laboral especial, distinta, única: será su último día de trabajo oficial.
¿Qué imágenes la atraparán esta noche cuando deposite su cabeza en la almohada?
¿Qué recuerdos volverán a galopar en la llanura de su mente?
¿Podrá conciliar el sueño?
¿Cómo será el despertar del último día?
¿Cómo será marcar en el reloj la asistencia final?
¿Cómo transcurrirán las horas entre papeles, pagos y los abrazos de la despedida?
La niña de los sueños largos tiene nombre y apellido: Aranzazu Zabala. “Arancha… en el folklore pueblerino”.
Arancha: la mujer honesta y cabal, que defiende con vehemencia su postura, la que luego de la discusión ofrece sincera el abrazo de la amistad.
Arancha: la que cruzó por placer agujas en lanitas de colores, tejiendo saquitos diversos, souvenirs que vistieron sin distingos a tantos hijos municipales.
Arancha: la que llega en el momento justo para consolar una pena, la de la palabra sincera, la del afecto grande.
Arancha: la que mezcla en la pasión del deporte “el azulgrana del santo” y el rojo intenso de Independiente.
Arancha: la bella joven de otros días, la mujer bella de siempre.
La reina que supo de bandas y de coronas, la que sigue siendo alteza en el pequeño reino de nuestro barrio de siempre.
Arancha: fina figura en la pileta de Independiente cada verano.
Arancha: expresión genuina en la danza de su España natal.
Arancha: pasos armoniosos y cuerpos desplegando elegancia en un tango que emociona, en un baile ciudadano que sienten en el alma, que junto a Raulí, expresan como pocos.
Arancha: la que deja que la música la lleve en vuelo por los cielos de la nostalgia.
Arancha: la que camina de prisa, la que pedalea ilusiones, la que elige la lectura como compañía, la que adecuada a los nuevos tiempos: reemplazó la gimnasia por el reiki.
Arancha: sangre bien vasca, corazón inmensamente argentino.
Arancha: la vasca que guardó en el cofre de los recuerdos un par de astillas encendidas, la que pudo transformar con paciencia las llamas de la “ingrata bienvenida a esta tierra”… en un fueguito amigo que cada mañana entibia los sueños propios y las ilusiones ajenas.
Atrás había quedado la tierra natal y la Argentina había sido el sitio elegido para el destino de una familia que soñaba con disfrutar los frutos de la buenaventuranza que no habían encontrado patria adentro.
Que vinieron a buscar, cargados de fe y esperanza de este lado del charco.
El matrimonio y sus dos pequeños hijos comenzaron a conocer la geografía bonaerense, no resultando fáciles los días iniciales, como tampoco fueron escasas las dificultades que debieron sobrellevar.
Un conventillo hospedó sus vidas, siendo el voraz fuego de un incendio el que les brindó nada grata recepción, consumiendo en poco tiempo las pertenencias de un exiguo y único equipaje.
Fue ese mismo fuego el que incendió el corazón de aquellos vascos, que en honor a su pertenencia se juramentaron “porfiarle” al destino y a cada una de las adversidades que fueran surgiendo.
Partieron entonces hacia Coronel Pringles alentados por sueños de mejores días, surgiendo en su horizonte una nueva dificultad: la comunicación.
La familia estaba compuesta por el matrimonio que conformaban Juan Bautista y Nieves, a quienes acompañaban una niña de dos años y medio y su hermano de apenas uno.
Poco entendían las expresiones de los paisanos y muy poco podían comprenderlos a ellos, causando aún mayor confusión cuando los vecinos escuchaban que a la madre le decían “macho” y al menor de los hijos “ñoqui”.
Claro que eso tiene una explicación, que en aquellas circunstancias era difícil de expresar o poder comentar a los otros: “amacho” significa mamá y en realidad, Iñaki era el nombre del niño al que parecían nombrar como una pasta.
Una humilde casa, bien de las “de antes”, con enorme patio y a diferencia del confort de estos tiempos, con el baño (el fondo) en el exterior y a varios metros de la construcción principal.
Ese camino, que a veces debía recorrerse de apuro tenía pegajosos enemigos para “los Zabala”. Una enorme higuera se encargaba de esparcir sus dulces frutos en el suelo, pegoteando el calzado y a veces provocando dolorosas caídas.
La niña de esta historia aprendió dos cosas: a odiar (sin perdón) a los higos y a soñar (sin pausas) con mejores días.
Hoy sigue manteniendo su inquina con las brevas.
Hoy la realidad que empalaga la dulzura de su vida, es a no dudar: consecuencia de aquellos sueños transformados en positiva y valiente resistencia.
¿Cómo fueron los años posteriores de aquellos inmigrantes?
Se produjo la llegada a Coronel Dorrego y acompañados por los ahorros que habían conquistado con trabajo y mucho esfuerzo, adquirieron una casa sobre calle Yrigoyen (que aún conservan) y donde Juan Bautista atendió junto a su esposa un bar que hacía esquina con calle 9.
Para todos aquellos que conformábamos el barrio: era y sigue siendo “el bar de los Zabala…”
La niña ya no tenía higos que obstaculizarán su andar, no había distancias que recorrer; pero seguía teniendo sueños largos por concretar.
Cursó con éxito sus estudios primarios y secundarios en el Colegio San José, mientras que su hermano lo hizo en la Escuela Nº 1, para luego proseguir la secundaria en Tres Arroyos y acceder a un título en la Universidad de Bahía Blanca, lo que demandó un esfuerzo extra para toda la familia.
Su corazón comenzó a sentir el corcoveo de una pasión, que tenía un único destinatario, que solo pudo ser amansada por los brazos de un compañero para toda la vida: Raulí (Raúl Roassio).
Amor que se prolongó en sus dos hijos, Manuela y Juan.
La niña se hizo mujer y comenzó a tener nuevas responsabilidades, ingresando en 1972 a la Municipalidad local, accediendo el primero de febrero de 1992 y mediante concurso a ocupar el estratégico cargo de Tesorera Municipal.
Decidida a tener una sola camiseta (la de empleada pública), debió soportar y enfrentar no pocas dificultades (vaya si sabía de eso), “higos de intolerancia y presiones”, que sin odiarlos, logró superar con entereza y desde la eficiencia y responsabilidad de una función ejercida a conciencia.
Después de 37 años este viernes 2 de Octubre, “la vasquita de los sueños” vivirá una jornada laboral especial, distinta, única: será su último día de trabajo oficial.
¿Qué imágenes la atraparán esta noche cuando deposite su cabeza en la almohada?
¿Qué recuerdos volverán a galopar en la llanura de su mente?
¿Podrá conciliar el sueño?
¿Cómo será el despertar del último día?
¿Cómo será marcar en el reloj la asistencia final?
¿Cómo transcurrirán las horas entre papeles, pagos y los abrazos de la despedida?
La niña de los sueños largos tiene nombre y apellido: Aranzazu Zabala. “Arancha… en el folklore pueblerino”.
Arancha: la mujer honesta y cabal, que defiende con vehemencia su postura, la que luego de la discusión ofrece sincera el abrazo de la amistad.
Arancha: la que cruzó por placer agujas en lanitas de colores, tejiendo saquitos diversos, souvenirs que vistieron sin distingos a tantos hijos municipales.
Arancha: la que llega en el momento justo para consolar una pena, la de la palabra sincera, la del afecto grande.
Arancha: la que mezcla en la pasión del deporte “el azulgrana del santo” y el rojo intenso de Independiente.
Arancha: la bella joven de otros días, la mujer bella de siempre.
La reina que supo de bandas y de coronas, la que sigue siendo alteza en el pequeño reino de nuestro barrio de siempre.
Arancha: fina figura en la pileta de Independiente cada verano.
Arancha: expresión genuina en la danza de su España natal.
Arancha: pasos armoniosos y cuerpos desplegando elegancia en un tango que emociona, en un baile ciudadano que sienten en el alma, que junto a Raulí, expresan como pocos.
Arancha: la que deja que la música la lleve en vuelo por los cielos de la nostalgia.
Arancha: la que camina de prisa, la que pedalea ilusiones, la que elige la lectura como compañía, la que adecuada a los nuevos tiempos: reemplazó la gimnasia por el reiki.
Arancha: sangre bien vasca, corazón inmensamente argentino.
Arancha: la vasca que guardó en el cofre de los recuerdos un par de astillas encendidas, la que pudo transformar con paciencia las llamas de la “ingrata bienvenida a esta tierra”… en un fueguito amigo que cada mañana entibia los sueños propios y las ilusiones ajenas.