No resulta fácil escribir sobre cuestiones personales, más aún exteriorizar esas expresiones públicamente.
¿Acaso puede interesarle al público, sentimientos y sensaciones que tienen que ver con lo individual o familiar?
La posibilidad que otorga el uso diario de este micrófono y el conocer a los destinatarios del mensaje me permite esa licencia, pudiendo expresar en voz alta el dolor de una pena que embarga, que guarda todavía lágrimas que nunca se atrevieron a salir.
El inexorable paso del tiempo marcó en el calendario de nuestra memoria una cifra escueta, determinante y emblemática: un año…
Un año donde la muerte posó su eterno manto.
Un año donde la ciencia agotó sus instancias.
Un año donde la mirada amiga y comprensible, surgida del celeste inmenso de los ojos de una médica con mayúsculas (la Doctora Rosembuch), sirvieron de poncho para proteger su flaco cuerpo, fueron lucecitas esperanzadoras en sus pedidos de auxilio… cuando el aciago final estaba próximo.
Un año sin el padre adorado, sobreprotegido y respetado por sus hijas (mis hermanas Mini y Mirta).
Un año sin el abuelo compinche, chiquilín y compañero de sueños y aventuras, para los dos que entre media docena de nietos fueron sus incondicionales aliados, siempre, en todo momento y lugar: Santiago y Facundo.
Un año en que repasé nuestras largas charlas en los días próximos a la despedida.
Un año donde lamenté los tantos diálogos truncos, las preguntas que no pude expresar, las respuestas que no supe dar…
Era un hombre simple, de los tantos que solo tuvieron las manos y la entereza para ganarse la vida.
Un hombre que fue trabajador rural, albañil, obrero metalúrgico, alguna vez pequeño comerciante, repartidor de kerosén.
Un laburante que nunca se permitió dejar de serlo, que desafiando consejos ataba un viejo caballo al destartalado carro de sus quimeras o que a duras penas transportaba sus bidones de sueños en bicicleta.
Un hombre que contaba de tiempos mozos junto a su querido hermano Roberto, en el Indio Rico de su infancia.
Que fue peón, mensual y también encargado en “La Primavera” del “ingles” Maldonado.
Que mostraba las marcas permanentes en sus brazos, de aquel fuego traicionero que lo envolvió en la vieja fábrica de Codagnone.
Que alguna vez se fue a Mar del Plata con la esperanza de encontrar en el atlántico, la preciada perla de un bienestar que casi siempre le fue esquivo.
Que expresaba al gaucho cabalmente, que le dolía y le costaba (en el cuerpo y en el alma) mantener esa condición; que renegaba de tantos “disfrazados”.
Un paisano que cuando tuvo caballo propio, debió usar pilchas ajenas… que cuando pudo lucir prendas propias, se vio obligado a montar de prestado.
Un jinete que nunca encabezó un desfile, pero que orgulloso esperaba el momento para pasar ante cualquier palco para recibir la esperada “paga” de los versos que nombraban a sus “Criollos de la Querencia”.
Un hombre que sentía orgullo cuando lo nombraban…que se ponía “ancho” por tener un hijo público…que más de una vez también, le dolía y le preocupaba cuando en el debate o la discusión “su apellido” era castigado.
Un hombre que nos inculcó la cultura del trabajo.
Un hombre al que la jubilación le llegó tarde, consecuencia de la orfandad a la que fue sometido; la misma que hoy viven tantos trabajadores en negro…
Afortunadamente pocas cosas quedaron para el reparto: viejas fotos en blanco y negro de aquellos primeros desfiles de la Fiesta de las Llanuras, dos ponchos pampa, sus pilchas gauchas, un recado, un cuchillo con sus iniciales y algunas cosas más.
No hubo necesidad de discusión, de testamentos y de pujas tan propias cuando las lágrimas se apagan y la ambición se enciende.
Nos quedamos con su valentía de guerrero en la lucha por vivir dignamente.
Guardamos sus consejos, sus recomendaciones.
Conservaremos con orgullo el apellido legado.
No miramos hacia el cielo para recordarlo, sabemos que su lugar está en la tierra, muy cerca de la llanura que habitó…que es el mejor sitio donde puede perdurar la memoria de un paisano.
Ayer se cumplió un año de la partida de mi viejo y siento también que llega tarde el homenaje del recuerdo, como sucede siempre con “nuestros muertos”.
Hace un año murió Héctor Hugo Segurola: el esposo, el padre, el abuelo, el amigo…”un criollo nada más”.
Para el final quiero compartir algunas expresiones que ayer escribió en la página de la radio, mi hijo Facundo, que sirven para interpretar el momento:
"Vivió 79 años y tenía cuerda para algunos desfiles más...este año hubiese llegado a los 80, pero lamentablemente, si de números se trata, los dígitos se reducen a 1, precisamente hoy hace 1 año que nos dejó...cifra que a desdicha de muchos irá en aumento..Porque aunque parezca trivial y sea fútil mi sentencia...la muerte es para siempre. Dice el Martín Fierro: el campo es del inorante/el pueblo del hombre estruido/yo que en el campo he nacido/digo que mis cantos son/para los unos...sonidos/y para otros...intención".
Hoy estas palabras de José Hernández me suenan a epitafio.
¿Acaso puede interesarle al público, sentimientos y sensaciones que tienen que ver con lo individual o familiar?
La posibilidad que otorga el uso diario de este micrófono y el conocer a los destinatarios del mensaje me permite esa licencia, pudiendo expresar en voz alta el dolor de una pena que embarga, que guarda todavía lágrimas que nunca se atrevieron a salir.
El inexorable paso del tiempo marcó en el calendario de nuestra memoria una cifra escueta, determinante y emblemática: un año…
Un año donde la muerte posó su eterno manto.
Un año donde la ciencia agotó sus instancias.
Un año donde la mirada amiga y comprensible, surgida del celeste inmenso de los ojos de una médica con mayúsculas (la Doctora Rosembuch), sirvieron de poncho para proteger su flaco cuerpo, fueron lucecitas esperanzadoras en sus pedidos de auxilio… cuando el aciago final estaba próximo.
Un año sin el padre adorado, sobreprotegido y respetado por sus hijas (mis hermanas Mini y Mirta).
Un año sin el abuelo compinche, chiquilín y compañero de sueños y aventuras, para los dos que entre media docena de nietos fueron sus incondicionales aliados, siempre, en todo momento y lugar: Santiago y Facundo.
Un año en que repasé nuestras largas charlas en los días próximos a la despedida.
Un año donde lamenté los tantos diálogos truncos, las preguntas que no pude expresar, las respuestas que no supe dar…
Era un hombre simple, de los tantos que solo tuvieron las manos y la entereza para ganarse la vida.
Un hombre que fue trabajador rural, albañil, obrero metalúrgico, alguna vez pequeño comerciante, repartidor de kerosén.
Un laburante que nunca se permitió dejar de serlo, que desafiando consejos ataba un viejo caballo al destartalado carro de sus quimeras o que a duras penas transportaba sus bidones de sueños en bicicleta.
Un hombre que contaba de tiempos mozos junto a su querido hermano Roberto, en el Indio Rico de su infancia.
Que fue peón, mensual y también encargado en “La Primavera” del “ingles” Maldonado.
Que mostraba las marcas permanentes en sus brazos, de aquel fuego traicionero que lo envolvió en la vieja fábrica de Codagnone.
Que alguna vez se fue a Mar del Plata con la esperanza de encontrar en el atlántico, la preciada perla de un bienestar que casi siempre le fue esquivo.
Que expresaba al gaucho cabalmente, que le dolía y le costaba (en el cuerpo y en el alma) mantener esa condición; que renegaba de tantos “disfrazados”.
Un paisano que cuando tuvo caballo propio, debió usar pilchas ajenas… que cuando pudo lucir prendas propias, se vio obligado a montar de prestado.
Un jinete que nunca encabezó un desfile, pero que orgulloso esperaba el momento para pasar ante cualquier palco para recibir la esperada “paga” de los versos que nombraban a sus “Criollos de la Querencia”.
Un hombre que sentía orgullo cuando lo nombraban…que se ponía “ancho” por tener un hijo público…que más de una vez también, le dolía y le preocupaba cuando en el debate o la discusión “su apellido” era castigado.
Un hombre que nos inculcó la cultura del trabajo.
Un hombre al que la jubilación le llegó tarde, consecuencia de la orfandad a la que fue sometido; la misma que hoy viven tantos trabajadores en negro…
Afortunadamente pocas cosas quedaron para el reparto: viejas fotos en blanco y negro de aquellos primeros desfiles de la Fiesta de las Llanuras, dos ponchos pampa, sus pilchas gauchas, un recado, un cuchillo con sus iniciales y algunas cosas más.
No hubo necesidad de discusión, de testamentos y de pujas tan propias cuando las lágrimas se apagan y la ambición se enciende.
Nos quedamos con su valentía de guerrero en la lucha por vivir dignamente.
Guardamos sus consejos, sus recomendaciones.
Conservaremos con orgullo el apellido legado.
No miramos hacia el cielo para recordarlo, sabemos que su lugar está en la tierra, muy cerca de la llanura que habitó…que es el mejor sitio donde puede perdurar la memoria de un paisano.
Ayer se cumplió un año de la partida de mi viejo y siento también que llega tarde el homenaje del recuerdo, como sucede siempre con “nuestros muertos”.
Hace un año murió Héctor Hugo Segurola: el esposo, el padre, el abuelo, el amigo…”un criollo nada más”.
Para el final quiero compartir algunas expresiones que ayer escribió en la página de la radio, mi hijo Facundo, que sirven para interpretar el momento:
"Vivió 79 años y tenía cuerda para algunos desfiles más...este año hubiese llegado a los 80, pero lamentablemente, si de números se trata, los dígitos se reducen a 1, precisamente hoy hace 1 año que nos dejó...cifra que a desdicha de muchos irá en aumento..Porque aunque parezca trivial y sea fútil mi sentencia...la muerte es para siempre. Dice el Martín Fierro: el campo es del inorante/el pueblo del hombre estruido/yo que en el campo he nacido/digo que mis cantos son/para los unos...sonidos/y para otros...intención".
Hoy estas palabras de José Hernández me suenan a epitafio.