lunes

Vigilia – Por Osvaldo Soriano (*)

Lejos, entre cardales blancos y cielos azules, la sombra de mi padre cabalga sobre una flamante Puma de dos cambios. Acelera a fondo, entra en la curva pedregosa que se inclina hacia la laguna, y lo pierdo de vista hasta que reaparece airoso entre unos arbustos. Va con un pasamontañas marrón, la corbata bien anudada y las antiparras pegoteadas de bichos reventados. Parece un piloto de tormenta y de verdad lo es: al cumplir los cincuenta trata de aferrarse a su juventud perdida: para él, la moda se detuvo en los tiempos de Magaldi y no hay nada que pueda cambiarlo.

A veces da calor acompañarlo porque lleva zoquetes azules, sombrero Gardelito y un traje gris y taciturno como su ánimo. Lo ha comprado en cuotas de vencimiento laborioso y promete comprarse otro mejor el día que encuentre pepitas de oro en los arroyos de la provincia. En estos días de verano en 1953, me ha desafiado a cruzar hasta los campos de Navarro para conocer la desolada llanura donde el afrancesado Lavalle fusiló al chúcaro Dorrego.

Algunos dicen que ahí empezó nuestra desgracia. Es aventurado afirmarlo porque para el año veintinueve ya había corrido tanta sangre que Rosas llegaba a conjurar un susto con otro susto. Terrible madrugada aquella: de dos pasiones argentinas hay una de sobra. Y Gregorio Aráoz de Lamadrid, el hombre que murió mil veces, el barón rampante, el vizconde despedazado, asiste a la vigilia. Pero, ¿quién es ese Lamadrid, del que apenas queda una calle inundada en el barrio porteño de La Boca?

Lo describe Sarmiento: “Es uno de estos tipos naturales del suelo argentino. A la edad de 14 años comenzó a hacer la guerra a los españoles y los prodigios de su valor romanesco pasan los límites de lo posible: se ha hallado en ciento cuarenta encuentros, en todos los cuales la espada de Lamadrid ha sido mellada y destilando sangre: el humo de la pólvora y los relinchos de los caballos lo enajenan materialmente, y con tal que acuchille todo lo que se pone por delante, caballeros, cañones, infantes, poco le importa que la batalla se pierda. Decía que es un tipo natural de aquel país, no por esta fabulosa valentía, sino porque es oficial de caballería y poeta además. Es un Tirteo que anima al soldado con canciones guerreras, es el espíritu gaucho, civilizado y consagrado a la libertad”.

Está claro: Lamadrid no ha ganado nunca una batalla, pero se tiene tanta confianza al enfrentar a Facundo Quiroga manda a hacer un gigantesco asado a la vera del campo para que los prohombres unitarios y las damas de la sociedad puedan ver de cerca su celo y su coraje. Pero el Tigre de los Llanos derrota a los unitarios y se come el asado sobre cientos de cadáveres. Lamadrid se pone furioso al leer lo que Sarmiento dice de él, aunque es la pura verdad. Una vez deja en el campo un brazo, otra una pierna, un ojo, las orejas, y si hubiera retratos tuyos se lo vería como a un ángel exterminador; perfecto y diáfano en su inexistencia.

Su historia personal va cruzándose con la de todos los grandes de la época, de San Martín a Belgrano, de Lavalle a Paz. A lo largo de su vida participa del nacimiento argentino; o al menos de la que cuenta la versión de Bartolomé Mitre. Lástima que no sea escritor brillante como Mansilla o como Paz para anotar las enigmáticas digresiones de la última noche de Dorrego.

Por esa ruta que señala mi padre, llega Dorrego. Prisionero de Rauch, un general que ha destituido poco tiempo atrás. Pide hablar con Lavalle, pero éste se niega a recibirlo, tal vez temeroso de mirarlo a los ojos. Lamadrid intercede: General, ¿por qué no lo oye un momento aunque lo fusile después? No hay caso, Lavalle le hace saber que tiene dos horas para prepararse. Desolado, Lamadrid, que todavía es coronel, va al encuentro del reo. ¿Por qué no le forman tribunal? ¿Por qué no lo juzgan antes de matarlo?, pregunta el reo aunque conozca la respuesta. No hay cargos contra él, nada más que odio y temor a la plebe que arrastra.

Claro que Dorrego no es un tipo con el que se puedan tomar clases de modales: quince años antes Belgrano ha tenido que castigarlo por desacatado y protestón, también San Martín lo ha sufrido, aunque los dos admiran su forma de entenderse con el gauchaje.

En una carpa, Dorrego escribe las cartas de despedida mientras el cura de Navarro reza encomendando su alma a Dios. Entra Lamadrid, avergonzado, indignado por no haberle conseguido una cita con Lavalle, verde de indignación. Iluso, el gobernador depuesto piensa que se trata de un error, de una bravuconada que desde Buenos Aires alguien va a desbaratar. ¿Acaso no está allí su amigo Díaz Vélez? ¿Va a permitir el ministro que un joven insolente lo haga matar? Sin embargo, poco pueden Díaz Vélez, Martín Rodríguez y los otros: después iba a saberse que Lavalle tiene en el bolsillo una carta firmada por Agüero, Del Carril, Varela, Gallardo y otros ilustres unitarios que piden el sacrificio por razones de Estado.

Claro que ese día Dorrego ignora el epílogo del complot. Ahora, de golpe, le vuelven las palabras de su compadre Juan Manuel de Rosas, que va a lavar esa sangre con más sangre: “Mandé a decir a Vuestra Excelencia con varios chasques que el enemigo se aproxima y que no perdiese tiempo: que se retirase pues yo empezaba a hacer lo mismo”. Piensa, sin duda, en la negra suerte de la patria que se ha devorado a sus fundadores. Sólo quedan burócratas y cagatintas como los que han firmado la carta que obliga al crimen de Lavalle. ¿Lo obliga de verdad? ¿No es él quien tiene las armas, quién ha tomado Plaza de Mayo y desfilado por la calle Florida?

Llega la hora: los soldados han improvisado un patíbulo junto al corral de vacas. Es posible el olor a bosta en el calor de diciembre. Mi padre simpatizaba con Lavalle: decía, como algunos historiadores liberales, que la fatalidad y los malos consejos arrastraron la mano del general, que no fue su culpa, que era un soldado de la libertad. ¿Entonces, era Dorrego un tirano? Nada permite asegurarlo. Tan implacable como su verdugo, ha cometido el error de ubicarse en el bando perdedor.

Al amanecer se quita la chaqueta y le encarga a Lamadrid que se la entregue, con la carta y el anillo, a su mujer. Que cuide de las hijas. Acompáñeme, compadre, quiero abrazarlo antes de morir, le pide. Lamadrid, que en batalla es la furia del Diablo, arruga y se disculpa. Me falta el valor, dice y le da su chaqueta escocesa para que no lo maten en mangas de camisa. Qué, ¿tiene a menos que lo vean conmigo?, le dice Dorrego a Lamadrid y años después escribe: La descarga me estremeció y maldije la hora en que me había prestado a salir de Buenos Aires.

Ya está muerto Dorrego. Mi padre me lleva por el azar de la historia, desconcertado él mismo. En aquellos viajes por las provincias buscaba, creo, hacer pie en un país que no terminaba de comprender. Recuerdo que ya subido a la moto se volvió y miró el lugar del patíbulo.

Parecía tan antiguo como el traje que vestía. Quería decirme, antes de seguir camino, que el mismo día que Lavalle fusilaba a Dorrego, el general San Martín llegaba de regreso al puerto de Buenos Aires. Al enterarse del drama, se negó a pisar tierra argentina. Había contribuido a liberarla. No quería correr el albur de encadenarla.

(*) El texto fue leído en el programa Quien quiera oír que oiga y se complementó con la canción Cielito federal, interpretada por Atilio Reynoso

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