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"El Ángel Renné". Escribe Gustavo M. Sala



En sus Crónicas del Ángel Gris, Alejandro Dolina nos cuenta la historia de un partido de fútbol barrial en donde la falta de un jugador hace necesaria la convocatoria de uno de los tantos convidados que suelen surgir a la vera de los picados.

El extranjero, de nebulosa identidad y cuyo mote era coincidente con el tono de su casaca, maravilló a la muchachada mientras duró el encuentro, retirándose luego en silencio, a la par que el resto se refrescaba sin reparar que el intruso había emigrado definitivamente.

El Negro cuenta que nadie se atrevió a refutar que se trataba de un espíritu celestial. Su magia era visiblemente culminante al igual que su modestia y generosidad.

Sin lugar a dudas había iluminado la tarde. Lo cierto era que gracias a sus destrezas todos habían elevado su nivel de juego estando convencidos que difícilmente se volverían a cruzar con semejante fenómeno del balompié.

Algo similar nos ocurrió aquella noche del 20 de febrero en la Biblioteca Popular José A. Guisasola de la localidad El Perdido durante la presentación de un libro de cuentos y poesías con participación de autores locales.

El evento fue insistentemente informado por gentileza de la AM dorreguense, sin embargo muy pocos se acercaron a compartir y enterarse del proyecto más allá del obstinado merodeo exterior que era posible divisar desde el interior del recinto.

La Biblioteca no suele ser valorada en su verdadera dimensión y determinados celos e inquinas personales hacen que nada de lo que allí sucede forme parte del ideario popular.

Mientras la mayoría de las entidades reciben importantes apoyos económicos por parte del poder político y el ámbito privado, nuestra institución no cuenta con albaceas al respeto.

En Coronel Dorrego y especialmente en El Perdido se le otorga visa a todo miembro que como condición indispensable no piense diferente sin mediar análisis sobre la graduación de sus escrúpulos. Afrontar la vida a través de parámetros divergentes hace que la sentencia se manifieste de inmediato y sin juicio previo.

En El Perdido se indulta el haber apañado a un abusador pero resulta incalificable exigir a las autoridades ética y responsabilidad pública en el nombramiento de funcionarios tan improvisados como incompetentes.

En El Perdido se le tolera a un funcionario legislativo que aproveche el rango de su cargo para solidificar un negocio personal, pero es motivo de ostracismo cualquier divergencia ideológica con cierta dosis de crítica pública.

Aquella noche los diez concurrentes estábamos felices. Cuatro de ellos recibirían, en breve, menciones y ejemplares, sin que existiera motivo aparente de tristeza. No había nerviosismos ingratos ni incomodidades que apuntar.

De todas formas cada uno de nosotros percibía la existencia de ausencias dolorosas. Celadamente cada concurrente portaba secretos punzantes, nostalgias y desencuentros inexplicables.

Era la primera vez que un grupo de jóvenes autores de la localidad armonizaban un proyecto literario en común a través de la Biblioteca siendo el medio utilizado una importante Editorial porteña.

Un tanto resignados y con veinte minutos de esperanzadora prórroga comenzamos con las formalidades del acto.

A poco de iniciar la lectura del sucinto ensayo preparado para la ocasión ingresó por el acceso principal un caballero octogenario de impecable traza y severa verticalidad.

De modos elegantes y silencios oportunos solicitó permiso para acceder al salón de forma tal instruirse sobre los motivos del encuentro. Desconcertados y dispersos le dimos la bienvenida liberándolo de toda prudencia de modo se apreciara cómodo y parte integrante del convite.

Supo disimular con estilo y distinción las cruzadas miradas de los concurrentes; la mayoría desconocía su identidad, cosa que favorecía doblemente su posibilidad de reflexión.

Sospecho que acordaba con Hemingway y su definitiva sentencia: “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”. No cabía duda que, por el momento, el hombre se encontraba afiliado al segundo segmento del postulado.

A poco de finalizados los discursos y encomiendas anexas solicitó licencia para tomar la palabra entendiendo que la oportunidad lo merecía.

Y nos habló de su amor por Borges, de su complejidad, de sus cuentos y ficciones. Nos habló de Di Benedetto y su extraordinaria novela El Zama, de Filloy, de Tolstoi, de Cortazar y de Twain.

Nos relató historias ajenas y lejanas, nos reseñó sus recuerdos, sus amores y quebrantos. Nos convidó participándonos de la carta que su entrañable amigo Juan Gundensen escribiera poco tiempo antes de morir, avisando de algún modo, que el irreversible devenir pintaba matices indelebles.

Lo acompañamos en sus viajes por México, fuimos cómplices de sus dolores, sus curiosidades permanentes y ojalá hayamos podido aplacar alguno de sus duelos. Tanto la retórica utilizada como el tono empleado guardaban sincronismo y armonía.

Embelleció el ámbito a través de su cadencia, sin melindres quejumbrosos, sin hipérboles altisonantes. Poco a poco fuimos olvidando la presentación del libro para concentrarnos en sus melancolías.

Pude observar en los ojos de Rocío y también en los de Eric el brillo que las lágrimas suelen imponer cuando el corazón intima. Pude corroborar como Natacha y Javier permanecían con sus manos entrelazadas, absortos y vigilantes, más enamorados que nunca.

Reconocí amplificarse exponencialmente la belleza de Norma y de Dora cuando los rostros de la emoción deciden correr el velo de nuestros más hermosos defectos, y logré entender la sabiduría de la pequeña María Paula cuando silente dio respiro a Patricia y a su padre para que puedan disfrutar de tamaña invitación poética.

La noche se extendió impensadamente debido al abuso de autoridad que cultivó la belleza. No había razón para proseguir extrañando aquellas abusivas e indiferentes ausencias; sin dudas Reneé, luego me reveló su nombre, nos había mejorado.

Partió de la institución en silencio, sin rumbo conocido, como aquel extraño del picado esperando por otros partidos y otras jugadas en donde se sintiera cómodo intuyendo rasgos de placer.

En lo personal nadie podrá persuadirme que no se trató de un ángel, esperando con ansiedad reiterar el encuentro en el marco de algún otro y polvoriento desafío futbolero o entre los versos amarillos y sedientos de un poema de Borges, teniendo en claro que en oportunidades la realidad y la ficción se hacen tantas concesiones que llegan a seducirnos.

COLABORÓ: Leticia Yezzi

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