Sólo reflejado por la prensa local y regional, un diario de Trenque Lauquen y escuetamente por algunos medios nacionales, en enero pasado se produjo un hecho tan lamentable como repudiable: la muerte de un preso mientras era trasladado en un móvil policial.
Los pavorosos detalles sobre lo sucedido fueron narrados ampliamente por esta radio. Y también resulta llamativa la nula repercusión política que tuvo el episodio. Ni el gobernador Daniel Scioli, tan preocupado en bajar la edad de imputabilidad a los menores, ni legisladores oficialistas u opositores, se hicieron eco de lo sucedido.
Ninguna persona merece morir como murió el recluso de apellido Chaparro.
Era previsible que podía pasar. Y tiene que ver con el deplorable estado en que se encuentran las cárceles del país, especialmente aquellas de la Provincia de Buenos Aires (los vehículos policiales de traslado son cárceles ambulantes) y las infrahumanas condiciones en que vive la mayoría de los presos.
Nuestros gobernantes, legisladores y jueces deberían repasar la Constitución en este y otros temas y bregar por su cumplimiento.
“Las personas no pierden su calidad de sujetos de derechos ya que aunque estén condenadas, su calidad de sujeto y de ser humano sigue en pie, ya que la constitución nacional garantita derechos sobre ellos, tanto cuando fueron juzgados por sus acciones como una vez penados teniendo el derecho de estar en una buena cárcel para resociabilizarse y no estar castigados”.
Es por eso que las cárceles deben ser limpias y sanas. La cárcel ambulante en la que murió el preso Chaparro reunía las peores condiciones de higiene, salubridad y ventilación. Flagrante violación de la Constitución y de los derechos humanos.
Cada día es más frecuente oír distintas voces que reclaman que se “haga algo” para frenar la “ola” de inseguridad. Por lo general, las opciones que más se escuchan son distintas opiniones que varían entre la “mano dura” y la “mano de hierro”.
Se dicen cientos de cosas sobre la inseguridad, los grandes medios, siempre proclives al sensacionalismo, destinan cada vez más espacio para narrar hechos delictivos, pero, sin embargo pocas veces reparan en las causas que la generan; rara vez se vincula los orígenes posibles - marginalidad, desigualdad, desocupación galopante, falta de oportunidades, discriminación y el sistema de consumo en el que vivimos que ofrece a todos lo que sólo unos pocos pueden obtener- con sus consecuencias.
Brillan por su ausencia los debates a fondo y se argumenta poco las escasas posibilidades que tiene cualquier política sino va acompañada de una verdadera distribución del ingreso y de oportunidades.
Y para volver al comienzo de este análisis, uno de los temas que está desaparecido del debate público es la situación de las cárceles, puesto que allí debería, insisto, según la Constitución Nacional, empezar la reinserción de los delincuentes.
Las cárceles son depósitos humanos. Están superpobladas, y los motines son moneda corriente debido al hacinamiento en que viven los presos. Sin embargo, son pocos los que levantan la voz para denunciar estos atropellos por parte del Estado. Y el caso Chaparro lo demuestra.
El 48% de todos los presos del país están detenidos en cárceles de la provincia de Buenos Aires. Sobre una capacidad para 22.000 personas, éstas encierran a 25.250 presos, de los cuales el 83% no tiene una condena firme, es decir son “inocentes hasta que se demuestre lo culpable”.
Allí es mucho más fácil sufrir todo tipo de atropello que cualquier lección para reinsertarse en una sociedad. El Estado se muestra inerte frente a semejante realidad y no hace nada para modificar esta situación.
“Las cárceles son campos de concentración y de exterminio. No son más que un depósito de carne humana, donde los presos están obligados a domesticarse, cumpliendo todo tipo de directivas del Servicio Penitenciario, incluso órdenes ilícitas, como salir del penal para robar. Son lugares donde la vida no vale nada.”
La declaración no es el relato de un ex detenido, sino el testimonio del fiscal ante la Cámara Federal de Garantías de Bahía Blanca y miembro del Comité para la Tortura, Hugo Omar Cañón, que recorre a diario los penales bonaerenses y que tiene pruebas de graves delitos cometidos por el Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB).
En los últimos dos meses de 2006 y en los primeros dos meses de 2007, hubo más de 800 hechos de violencia en las 52 cárceles que tiene la provincia de Buenos Aires. En la abrumadora mayoría se trataba de hechos perpetuados o ideados por los propios miembros del Servicio Penitenciario.
Sin embargo para el SPB, oficialmente, no son más que autolesiones o agresiones entre internos. En ninguno de los informes que elevó el Gobierno este año existe siquiera la sospecha de participación de agentes penitenciarios.
Pero en las causas que integran el informe anual del Comité contra la Tortura (un organismo público financiado por el Gobierno bonaerense y que forma parte de la Comisión Provincial por la Memoria) aparecen internos misteriosamente ahorcados, brutalmente golpeados, apuñalados, con balazos de goma en la mano o en la espalda, electrocutados o que han sufrido pasajes de corriente eléctrica.
“Es directa, en muchos casos, la relación entre los que aparecen ‘suicidados’ y los que habían denunciado previamente abusos del SPB”, afirmó Cañón. El Comité, del que forma parte el fiscal, pudo comprobar en informes anteriores que esos “suicidados” habían sido asesinados.
No en vano, entonces, en marzo del año pasado la Corte Suprema bonaerense reconoció al hacinamiento como desencadenante de la violencia y la degradación de la vida humana.
En el fallo no sólo daba la razón al defensor general de San Nicolás, Gabriel Ganón -quien había presentado un hábeas corpus colectivo por las condiciones de hacinamiento de todos los presos del penal de San Nicolás-, sino que además reprendió severamente a los jueces por quedarse pegados al asiento en lugar de impartir justicia.
Es más, el Estado fue denunciado por violaciones a los Derechos Humanos, por las condiciones en las que son alojados los presos, muchísimos de los cuales no tienen condena.
En definitiva, la prisión sirve para estigmatizar y criminalizar la pobreza y para ser parte de un círculo vicioso que empieza y termina con la exclusión.
Los presos se encuentran en una situación deplorable, en pésimas condiciones de higiene, con las cloacas que rebasan casi todo el tiempo y un olor insoportable, las ventanas tapadas con mantas o maderas, las instalaciones eléctricas son cables de los que cuelgan la ropa lavada, no hay red de incendio y los matafuegos se encuentran a unos 70 metros y atravesando dos puertas con candados.
Ni aunque hayan cometido el delito más grave de nuestro Código Penal, el Estado puede brindar como respuesta la sistemática violación de sus necesidades básicas. De esta manera, es el propio Estado quien se está apartando del Derecho para infringir la ley.
Así, la situación no dista demasiado de los centros clandestinos de detención de la última dictadura militar, incluso cuando ya se están registrando varias muertes producto de picana eléctrica, crímenes que siguen impunes pese a su denuncia.
En algo más de cuatros año, 640 personas murieron dentro de las cárceles bonaerenses. Una lectura de la composición de esos números ofrece una perspectiva más reveladora: tomando como base el año 2005, de los 193 internos muertos en custodia del SPB, más de la mitad (104) lo fueron en forma violenta, a una tasa anual de 338,52.
Ese mismo año, en la provincia de Buenos Aires pero fuera de los muros, la tasa fue de 6,4. O sea, un intramuros 5.189% más violento que el exterior. (Y eso que el Conurbano no es, precisamente, un lugar donde sentirse seguro).
Si las estadísticas se cumplen, en los próximos dos días un interno de cualquier cárcel bonaerense será asesinado a puntazos, se suicidará, será suicidado, morirá de sida o de tuberculosis, los modos más comunes de llegar al fin del recorrido tumbero, porque si algo es seguro es que en la cárcel no se muere de viejo.
Hace algunos días, cuando reflejamos en este mismo segmento inicial del programa que en nuestro país morían ocho niños por día por hambre y otras causas evitables, cerramos el análisis diciendo que al Estado, a los grandes medios y a buena parte de la población, estos pibes no les importan.
Esa misma reflexión cabe para este comentario: al Estado, a los grandes medios y a buena parte de la población, estos presos no les importan.
Los pavorosos detalles sobre lo sucedido fueron narrados ampliamente por esta radio. Y también resulta llamativa la nula repercusión política que tuvo el episodio. Ni el gobernador Daniel Scioli, tan preocupado en bajar la edad de imputabilidad a los menores, ni legisladores oficialistas u opositores, se hicieron eco de lo sucedido.
Ninguna persona merece morir como murió el recluso de apellido Chaparro.
Era previsible que podía pasar. Y tiene que ver con el deplorable estado en que se encuentran las cárceles del país, especialmente aquellas de la Provincia de Buenos Aires (los vehículos policiales de traslado son cárceles ambulantes) y las infrahumanas condiciones en que vive la mayoría de los presos.
Nuestros gobernantes, legisladores y jueces deberían repasar la Constitución en este y otros temas y bregar por su cumplimiento.
“Las personas no pierden su calidad de sujetos de derechos ya que aunque estén condenadas, su calidad de sujeto y de ser humano sigue en pie, ya que la constitución nacional garantita derechos sobre ellos, tanto cuando fueron juzgados por sus acciones como una vez penados teniendo el derecho de estar en una buena cárcel para resociabilizarse y no estar castigados”.
Es por eso que las cárceles deben ser limpias y sanas. La cárcel ambulante en la que murió el preso Chaparro reunía las peores condiciones de higiene, salubridad y ventilación. Flagrante violación de la Constitución y de los derechos humanos.
Cada día es más frecuente oír distintas voces que reclaman que se “haga algo” para frenar la “ola” de inseguridad. Por lo general, las opciones que más se escuchan son distintas opiniones que varían entre la “mano dura” y la “mano de hierro”.
Se dicen cientos de cosas sobre la inseguridad, los grandes medios, siempre proclives al sensacionalismo, destinan cada vez más espacio para narrar hechos delictivos, pero, sin embargo pocas veces reparan en las causas que la generan; rara vez se vincula los orígenes posibles - marginalidad, desigualdad, desocupación galopante, falta de oportunidades, discriminación y el sistema de consumo en el que vivimos que ofrece a todos lo que sólo unos pocos pueden obtener- con sus consecuencias.
Brillan por su ausencia los debates a fondo y se argumenta poco las escasas posibilidades que tiene cualquier política sino va acompañada de una verdadera distribución del ingreso y de oportunidades.
Y para volver al comienzo de este análisis, uno de los temas que está desaparecido del debate público es la situación de las cárceles, puesto que allí debería, insisto, según la Constitución Nacional, empezar la reinserción de los delincuentes.
Las cárceles son depósitos humanos. Están superpobladas, y los motines son moneda corriente debido al hacinamiento en que viven los presos. Sin embargo, son pocos los que levantan la voz para denunciar estos atropellos por parte del Estado. Y el caso Chaparro lo demuestra.
El 48% de todos los presos del país están detenidos en cárceles de la provincia de Buenos Aires. Sobre una capacidad para 22.000 personas, éstas encierran a 25.250 presos, de los cuales el 83% no tiene una condena firme, es decir son “inocentes hasta que se demuestre lo culpable”.
Allí es mucho más fácil sufrir todo tipo de atropello que cualquier lección para reinsertarse en una sociedad. El Estado se muestra inerte frente a semejante realidad y no hace nada para modificar esta situación.
“Las cárceles son campos de concentración y de exterminio. No son más que un depósito de carne humana, donde los presos están obligados a domesticarse, cumpliendo todo tipo de directivas del Servicio Penitenciario, incluso órdenes ilícitas, como salir del penal para robar. Son lugares donde la vida no vale nada.”
La declaración no es el relato de un ex detenido, sino el testimonio del fiscal ante la Cámara Federal de Garantías de Bahía Blanca y miembro del Comité para la Tortura, Hugo Omar Cañón, que recorre a diario los penales bonaerenses y que tiene pruebas de graves delitos cometidos por el Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB).
En los últimos dos meses de 2006 y en los primeros dos meses de 2007, hubo más de 800 hechos de violencia en las 52 cárceles que tiene la provincia de Buenos Aires. En la abrumadora mayoría se trataba de hechos perpetuados o ideados por los propios miembros del Servicio Penitenciario.
Sin embargo para el SPB, oficialmente, no son más que autolesiones o agresiones entre internos. En ninguno de los informes que elevó el Gobierno este año existe siquiera la sospecha de participación de agentes penitenciarios.
Pero en las causas que integran el informe anual del Comité contra la Tortura (un organismo público financiado por el Gobierno bonaerense y que forma parte de la Comisión Provincial por la Memoria) aparecen internos misteriosamente ahorcados, brutalmente golpeados, apuñalados, con balazos de goma en la mano o en la espalda, electrocutados o que han sufrido pasajes de corriente eléctrica.
“Es directa, en muchos casos, la relación entre los que aparecen ‘suicidados’ y los que habían denunciado previamente abusos del SPB”, afirmó Cañón. El Comité, del que forma parte el fiscal, pudo comprobar en informes anteriores que esos “suicidados” habían sido asesinados.
No en vano, entonces, en marzo del año pasado la Corte Suprema bonaerense reconoció al hacinamiento como desencadenante de la violencia y la degradación de la vida humana.
En el fallo no sólo daba la razón al defensor general de San Nicolás, Gabriel Ganón -quien había presentado un hábeas corpus colectivo por las condiciones de hacinamiento de todos los presos del penal de San Nicolás-, sino que además reprendió severamente a los jueces por quedarse pegados al asiento en lugar de impartir justicia.
Es más, el Estado fue denunciado por violaciones a los Derechos Humanos, por las condiciones en las que son alojados los presos, muchísimos de los cuales no tienen condena.
En definitiva, la prisión sirve para estigmatizar y criminalizar la pobreza y para ser parte de un círculo vicioso que empieza y termina con la exclusión.
Los presos se encuentran en una situación deplorable, en pésimas condiciones de higiene, con las cloacas que rebasan casi todo el tiempo y un olor insoportable, las ventanas tapadas con mantas o maderas, las instalaciones eléctricas son cables de los que cuelgan la ropa lavada, no hay red de incendio y los matafuegos se encuentran a unos 70 metros y atravesando dos puertas con candados.
Ni aunque hayan cometido el delito más grave de nuestro Código Penal, el Estado puede brindar como respuesta la sistemática violación de sus necesidades básicas. De esta manera, es el propio Estado quien se está apartando del Derecho para infringir la ley.
Así, la situación no dista demasiado de los centros clandestinos de detención de la última dictadura militar, incluso cuando ya se están registrando varias muertes producto de picana eléctrica, crímenes que siguen impunes pese a su denuncia.
En algo más de cuatros año, 640 personas murieron dentro de las cárceles bonaerenses. Una lectura de la composición de esos números ofrece una perspectiva más reveladora: tomando como base el año 2005, de los 193 internos muertos en custodia del SPB, más de la mitad (104) lo fueron en forma violenta, a una tasa anual de 338,52.
Ese mismo año, en la provincia de Buenos Aires pero fuera de los muros, la tasa fue de 6,4. O sea, un intramuros 5.189% más violento que el exterior. (Y eso que el Conurbano no es, precisamente, un lugar donde sentirse seguro).
Si las estadísticas se cumplen, en los próximos dos días un interno de cualquier cárcel bonaerense será asesinado a puntazos, se suicidará, será suicidado, morirá de sida o de tuberculosis, los modos más comunes de llegar al fin del recorrido tumbero, porque si algo es seguro es que en la cárcel no se muere de viejo.
Hace algunos días, cuando reflejamos en este mismo segmento inicial del programa que en nuestro país morían ocho niños por día por hambre y otras causas evitables, cerramos el análisis diciendo que al Estado, a los grandes medios y a buena parte de la población, estos pibes no les importan.
Esa misma reflexión cabe para este comentario: al Estado, a los grandes medios y a buena parte de la población, estos presos no les importan.