Hay quienes utilizan dicha mención en el momento de identificar personalidades: sociales, históricas o políticas.
Una segunda interpretación tiene que ver con aquellos que se “creen personajes”, especialmente los que han accedido al éxito económico o a un estándar de vida determinado. En nuestra comunidad puede verse en forma diaria a estos particulares “exponentes de la soberbia”.
Una tercera calificación está referida a los “personajes populares”, a los muchas veces anónimos habitantes de un lugar, que desde su inocencia, simpleza y presencia aportan al folklore de la ciudad.
Sus logros no se miden en dinero, sino en pequeñas acciones que despiertan el cariño y la consideración del resto.
He de referirme en la columna de hoy, a dos de estos personajes queribles, los cuales son parte del aprecio y el conocimiento ciudadano.
Quizás a lo largo de cada jornada sus vidas nunca se crucen.
Tal vez no compartan un encuentro callejero.
Difícil puede pensarse en un sueño compartido.
Andan por caminos separados y en su cotidiana existencia un común denominador los une: enfrentar la adversidad de la vida con las armas nobles del trabajo y la voluntad.
Son dos entre miles.
Pequeños constructores de ilusiones medidas.
Poseedores de ambiciones justas.
Sacrificados guerreros en la batalla de la subsistencia.
Aunque para el resto resulte “chico”, los años no han pasado en vano, su incipiente calvicie marca una edad real que pocos conocen.
Ya superó los 40 y aún así para el resto, sigue siendo: “Miguelito”.
Otros internacionalizaron el nombre, convirtiéndolo en “Michael”. Cualquiera sea la palabra elegida, no hay lugar para equívocos o confusiones.
A mediados de los 70 vivía en una pequeña casita, ubicada sobre la Avenida Fuertes, enfrente del entonces Colegio Nacional. Eran constantes sus escapadas hacia ese establecimiento y motivo de distracción para los alumnos, que se deleitaban con sus obligadas visitas, las que incluían variadas piruetas y ocurrentes “salidas”.
Sus años posteriores transcurrieron “en la calle”, granjeándose la estima de mucha gente.
No eligió el camino de la mendicidad o la limosna, con diversas tareas fue encontrando la forma de ganarse la vida, sin necesidad de pedir o de aprovechar la bondad de tantos afectos que fue encontrando.
Alguna vez vivió el espanto del encierro y entre rejas lejanas quedó atrapada su libertad.
En “nombre de la ley” vapulearon sus derechos, interrumpieron con violencia “sus épicos combates entre héroes, titanes y artistas marciales”.
Las esforzadas gestiones de un grupo de dorreguenses le permitió retornar “libre de culpa y cargo”, tras soportar tan injusta como penosa experiencia.
En el presente sigue pedaleándole a la realidad desde su trabajo en el comercio de Osvaldo Vaquero; a diario en cada reparto lleva una sonrisa y una palabra respetuosa, a su paso deja mensajes en gritos y quedan en sus oídos la música de los cientos de saludos que la gente le dispensa.
No puede definir importes, no sabe de sumas o restas, pero eso sí: nunca falta un peso en el momento de rendir cuentas; lo que sobran, son las tantas propinas de agradecidos clientes. (En su mayorías señoras mayores).
El otro protagonista sale tempranito de su humilde casa, en la cual vive junto a su inseparable compañera: su madre.
Su rápido andar de atleta lo lleva presuroso con un rumbo que no se altera.
“Mingo” es uno más en el Taller Protegido, compartiendo con sus compañeros la inalterable misión de servir, de cumplir fielmente cada una de las tareas encomendadas.
Los pesitos que obtiene se constituyen en apoyo clave para mantener su hogar.
La sonrisa está tallada en su rostro, los anteojos son inamovibles y la forma rápida de sus palabras son particularidades que exhibe puertas adentro del taller o en las obligadas visitas a hogares de la ciudad.
Cuando termina su responsabilidad laboral, cumple en forma disciplinada con su entrenamiento atlético, actividad para la que tiene notables condiciones naturales.
Todos los días y en forma puntual se lanza a un recorrido habitual, cual una “gacela” sus flacas piernas parecen elevarse y su mirada busca una meta que siempre surge como lejana.
Una botellita de agua, una gorrita e indumentaria muy simple son elementos indispensables en su rutina de deportista.
Distintos escenarios lo tuvieron como competidor, varias veces se subió al victorioso podio de los consagrados.
Su marcha firme fue dejando adversarios en el camino.
A veces también equivocó el recorrido perdiendo posiciones claves. Poco importan para él las victorias, no las busca a cualquier precio, no persigue medallas. Corre siempre detrás de una esperanza.
Punteando la huerta, poniendo empeño en la confección de cepillos o transportando un carrito con bolsas, dulces y otros productos, cumple con eficiencia cada una de las responsabilidades asignadas.
Muchas veces tropezó y otras su flaco cuerpo quedó en el suelo. Tantos golpes en la vida, le permitieron un día poder ganar la carrera mejor: ser útil a los suyos y a los demás.
Dos vecinos nuestros, que andan sin la pesada carga de la codicia o la envidia.
Dueños de largos silencios.
Inquilinos de tantos dolores.
Caminantes que debieron eludir las molestas piedras de la indiferencia.
Cada uno a su modo, construyendo su propia historia; sin saber si se conocen, si han coincidido algún día en la charla, sin han compartido alguna utopía.
“Miguelito” y “Mingo” van sorteando obstáculos, entre peleas que imagina uno, entre pruebas veloces en las que participa en la realidad, el otro.
Enfrentan molinos como bravos quijotes y en sus ratos libres ponen a volar la imaginación y no se conforman con una casita chica, sueñan a lo grande: edificar “castillos en el aire” y en ellos contener a todos aquellos que erróneamente: muchos “cuerdos” condenaron “por ser diferentes”…