Nació en Ventosa (España) en 1919, cuando aún estaban abiertas las heridas por la atroz circunstancia de la Segunda Guerra Mundial.
Como tantos españoles, sus padres decidieron embarcar sus ilusiones hacia ese país lejano que abría sus brazos a distintas corrientes inmigratorias: Argentina.
Fue Rosario, en la Provincia de Santa Fe el sitio que albergó al grupo familiar, entre ellos un niño de cinco años, quien encontraría en nuestra tierra la paz, el amor y la prosperidad, que seguramente no imaginaban hallar tan lejos de su patria.
Su predisposición al trabajo y la necesidad de sumar conocimientos, lo convirtieron en hábil mecánico.
Dispuesto a buscar nuevos caminos, junto a su hermano Cayetano decidieron una nueva inmigración, esta vez interna y hacia el sur de la Provincia de Buenos Aires.
Un tren de carga ofició de transporte, recalando en una pequeña estación que surgía ante sus ojos como una verdadera bendición: San Román.
El hombrecito de escueta talla y mirada buena, comenzó a trabajar con “los Llinares”, reconocidos productores y comerciantes del lugar.
Suele recordar el movimiento que existía entonces, la presencia de gran cantidad de chacareros y una población estable que otorgaba una particular fisonomía al pueblo.
Tiempos del ferrocarril, de abundantes cosechas, de rudos bolseros y de trabajadores golondrinas, llegados de diversas partes.
El enorme galpón que todavía exhibe su bien construida estructura, disponía de local comercial, oficina y venta de tractores, cuya marca: John Deere, todavía puede observarse como un retazo de historia, como pequeño mojón de los buenos tiempos idos.
Una fotografía en blanco y negro muestra los flamantes vehículos, colocados en una enorme fila sobre la calle principal.
Con nostalgia observa ese verdadero documento, recordando con una época floreciente para el conjunto, trascendente en lo personal.
Con orgullo, pero sin disimular su timidez, se ufana de vivir en la casa donde nació “Jaime”.
Un día fui testigo del retorno del respetado dirigente a su hogar de ayer. Jaime Llinares se confunde en un abrazo con su atento anfitrión y mientras la rueda del mate se extendía, los recuerdos fueron poblando la cocina de anécdotas, momentos y situaciones imposibles de olvidar.
Además de las tareas citadas anteriormente, trabajó en El Fénix y en un taller de nuestra ciudad, ubicado próximo al domicilio de la familia Molina.
Fue allí que conoció a Delia (su esposa) con la que está unido desde hace más de cuarenta años y con la que tuvieron un hijo: Mario, el que tras casarse con Patricia, le regaló la alegría de varios nietos.
De un primer matrimonio nació “Luisito”, su inseparable compañero.
Hasta hace algunos años entre viejas cosechadoras, tractores y otras piezas, se encontraba una “coupe de color verde”, que según relataba había pertenecido a la familia del Cardenal Aramburu, siendo alguna vez conducida por éste.
Con ese u otro vehiculo se lo podía observar transitando por Dorrego, en viajes habituales para hacer compras, cumplir trámites o concretar visitas familiares.
Inconfundible entre miles: su esmirriado físico, el mameluco y el cigarrillo en los labios son símbolos que lo distinguen.
También otros, que tienen que ver con su personalidad: honradez, humildad, entereza, bondad, manos abiertas, trato respetuoso y cordial.
Muchos se marcharon a la ciudad, otros partieron en marcha eterna, mientras que él sigue formando parte de ese reducido grupo de estoicos y fieles habitantes que decidió quedarse definitivamente.
¿Dónde andarán los Sola? ¿En que anden aguardará Martín Piñeiro?
¿En que rueda de amigos se escuchará la guitarra de “Chichín” Sarti?
Los Isidro se fueron no hace mucho y en la custodia del pueblo se reparten la vigilancia con Eliseo Tiradani, que sigue junto a su esposa, al fondo de la calle, donde unos árboles parecen perderse en el horizonte, a la caída del sol.
Los valencianos que dan vida al viejo club, los vecinos que todavía están y los que volvieron circunstancialmente, le tributaron el regalo mejor en su cumpleaños noventa: Una paella, realizada con los ingredientes de la amistad y el cariño.
El 4 de abril, disfrutó a pleno una fecha tan especial. Y así entre risas, brindis, fotos, recuerdos y emociones transcurrió el feliz encuentro, al que un tango de Nelly Poggio, le entregó el postre del sentimiento.
Idelfonso Hernández: el viajero que encontró su última estación.
Idelfonso Hernández: el mecánico dispuesto a reparar los motores de una esperanza perdida.
Idelfonso Hernández: el hombre que vistió su vida con la simpleza de un mameluco, manchado de sacrificio.
Como tantos españoles, sus padres decidieron embarcar sus ilusiones hacia ese país lejano que abría sus brazos a distintas corrientes inmigratorias: Argentina.
Fue Rosario, en la Provincia de Santa Fe el sitio que albergó al grupo familiar, entre ellos un niño de cinco años, quien encontraría en nuestra tierra la paz, el amor y la prosperidad, que seguramente no imaginaban hallar tan lejos de su patria.
Su predisposición al trabajo y la necesidad de sumar conocimientos, lo convirtieron en hábil mecánico.
Dispuesto a buscar nuevos caminos, junto a su hermano Cayetano decidieron una nueva inmigración, esta vez interna y hacia el sur de la Provincia de Buenos Aires.
Un tren de carga ofició de transporte, recalando en una pequeña estación que surgía ante sus ojos como una verdadera bendición: San Román.
El hombrecito de escueta talla y mirada buena, comenzó a trabajar con “los Llinares”, reconocidos productores y comerciantes del lugar.
Suele recordar el movimiento que existía entonces, la presencia de gran cantidad de chacareros y una población estable que otorgaba una particular fisonomía al pueblo.
Tiempos del ferrocarril, de abundantes cosechas, de rudos bolseros y de trabajadores golondrinas, llegados de diversas partes.
El enorme galpón que todavía exhibe su bien construida estructura, disponía de local comercial, oficina y venta de tractores, cuya marca: John Deere, todavía puede observarse como un retazo de historia, como pequeño mojón de los buenos tiempos idos.
Una fotografía en blanco y negro muestra los flamantes vehículos, colocados en una enorme fila sobre la calle principal.
Con nostalgia observa ese verdadero documento, recordando con una época floreciente para el conjunto, trascendente en lo personal.
Con orgullo, pero sin disimular su timidez, se ufana de vivir en la casa donde nació “Jaime”.
Un día fui testigo del retorno del respetado dirigente a su hogar de ayer. Jaime Llinares se confunde en un abrazo con su atento anfitrión y mientras la rueda del mate se extendía, los recuerdos fueron poblando la cocina de anécdotas, momentos y situaciones imposibles de olvidar.
Además de las tareas citadas anteriormente, trabajó en El Fénix y en un taller de nuestra ciudad, ubicado próximo al domicilio de la familia Molina.
Fue allí que conoció a Delia (su esposa) con la que está unido desde hace más de cuarenta años y con la que tuvieron un hijo: Mario, el que tras casarse con Patricia, le regaló la alegría de varios nietos.
De un primer matrimonio nació “Luisito”, su inseparable compañero.
Hasta hace algunos años entre viejas cosechadoras, tractores y otras piezas, se encontraba una “coupe de color verde”, que según relataba había pertenecido a la familia del Cardenal Aramburu, siendo alguna vez conducida por éste.
Con ese u otro vehiculo se lo podía observar transitando por Dorrego, en viajes habituales para hacer compras, cumplir trámites o concretar visitas familiares.
Inconfundible entre miles: su esmirriado físico, el mameluco y el cigarrillo en los labios son símbolos que lo distinguen.
También otros, que tienen que ver con su personalidad: honradez, humildad, entereza, bondad, manos abiertas, trato respetuoso y cordial.
Muchos se marcharon a la ciudad, otros partieron en marcha eterna, mientras que él sigue formando parte de ese reducido grupo de estoicos y fieles habitantes que decidió quedarse definitivamente.
¿Dónde andarán los Sola? ¿En que anden aguardará Martín Piñeiro?
¿En que rueda de amigos se escuchará la guitarra de “Chichín” Sarti?
Los Isidro se fueron no hace mucho y en la custodia del pueblo se reparten la vigilancia con Eliseo Tiradani, que sigue junto a su esposa, al fondo de la calle, donde unos árboles parecen perderse en el horizonte, a la caída del sol.
Los valencianos que dan vida al viejo club, los vecinos que todavía están y los que volvieron circunstancialmente, le tributaron el regalo mejor en su cumpleaños noventa: Una paella, realizada con los ingredientes de la amistad y el cariño.
El 4 de abril, disfrutó a pleno una fecha tan especial. Y así entre risas, brindis, fotos, recuerdos y emociones transcurrió el feliz encuentro, al que un tango de Nelly Poggio, le entregó el postre del sentimiento.
Idelfonso Hernández: el viajero que encontró su última estación.
Idelfonso Hernández: el mecánico dispuesto a reparar los motores de una esperanza perdida.
Idelfonso Hernández: el hombre que vistió su vida con la simpleza de un mameluco, manchado de sacrificio.