Hace apenas tres días, otro crimen aberrante conmovió a la sociedad argentina. Una jovencita de apenas 19 años, en un departamento de Caballito, centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires, fue muerta a cuchilladas y degüello, presumiblemente por resistirse a un abuso sexual. Una muerte absurda y una familia destrozada para siempre.
El autor, casi es obvio decirlo, fue un convicto por violación que purgaba su condena, aunque gracias a un juez “generoso y bonachón” tenía salidas transitorias y vivía en el mismo edificio que la víctima, sin que se conociera su condición de delincuente sexual.
No es un caso aislado. La niña que en Coronel Dorrego fue embestida con un vehículo, llevada a un descampado, violada brutalmente y luego prendida fuego para intentar matarla, fue un crimen cometido también por otro violador reincidente.
Sería interminable enumerar casos de violaciones o delitos contra la integridad sexual perpetrados por reincidentes. Esto es así porque este tipo de delincuente reitera, cada vez que tiene oportunidad, un delito que repugna y enerva a la sociedad toda.
No son alienados o “locos”, dicho en lenguaje popular. Comprenden lo que hacen, pueden (si quisieran) no hacerlo, y por lo tanto les corresponde el reproche penal, aunque por su particular estructura de la personalidad no sienten culpa ni remordimiento y son incapaces de tener sentimientos altruistas o piadosos.
Muchas veces, la gente o los medios de comunicación interrogan a los estudiosos de las conductas humanas sobre por qué individuos aparentemente normales, muchos de ellos “padres de familia”, trabajadores y hasta de buena presencia y educación, comenten una y otra vez esos atroces delitos, que horrorizan por el sadismo que exhiben.
La explicación, en general, es coincidente. Esos delincuentes presentan caracteres distintivos y diferenciales del resto de la población: gozan con el dolor ajeno, disfrutan sometiendo y humillando a sus víctimas, son crueles y fríos, no tienen culpa ni remordimiento por el delito que cometen, acechan a la posible presa, y muchas veces terminan “ejecutándola” para evitar ser reconocidos.
Naturalmente, será ocioso señalar que quien esto escribe considera a esos individuos irrecuperables socialmente, que deberían ser recluidos de por vida, pues cada vez que recuperan la libertad reinciden y ponen en serio riesgo a toda la sociedad.
Países con tradición democrática y respetuosos de los derechos humanos (como Australia, Francia o Inglaterra) tienen, sin embargo, severísima legislación para estos delincuentes, incluso la reclusión de por vida, el seguimiento satelital de los muy pocos que obtienen la libertad, y hasta la individualización de alguien con antecedentes de esos delitos en los lugares donde se radican, para darlo a conocimiento de los vecinos (ley Megan de Estados Unidos).
Lamentablemente, en nuestro país hay muchos ejemplos de magistrados, legisladores y funcionarios que profesan especial deferencia por los llamados “delincuentes sexuales”, y preconizan o hacen todo lo contrario que en los países arriba mencionados.
En efecto, desde el otorgamiento de la famosa “pulserita” para prisión domiciliaria (que después no cumplen ni respetan), pasando por las “salidas transitorias” como tenía el violador homicida de Caballito, hasta la resolución 584/08 del ministerio de Justicia provincial, que crea el programa de Asistencia y Tratamiento para detenidos por Delitos contra la Integridad Sexual, en la órbita del Servicio Penitenciario, donde el hecho de haber cometido esos delitos les
permite acceder, entre otros privilegios, a la art terapia, o sea “la terapéutica que utiliza las expresiones artísticas como técnicas de comunicación”.
Toda una “paquetería” para esos “presos VIP”, cuando en realidad necesitarían un régimen disciplinario muy severo, actividad laboral obligatoria como sistema de internación penitenciaria y, en muchos casos, reclusión por tiempo indeterminado.
Por todo eso, y porque a pesar de todo lo que ocurre cotidianamente no reaccionan ni siquiera tímidamente, a esos magistrados, legisladores y funcionarios “generosos y bonachones” les preguntamos ansiosamente: ¿Hasta cuándo, señores?