La casa paterna se convertía desde muy temprano en grande, sus puertas siempre abiertas daban paso a habituales concurrentes, que llegaban atraídos por singulares sonidos que parecían emanar de una enorme “caja musical”.
Cada día unas manitos blancas y pequeñas acariciaban con talento y delicadeza el teclado, obedeciendo cada indicación, recibiendo conocimientos que se entregaban con cariño de padre y con la sabiduría de un gran maestro.
La música fue el símbolo de la familia, notas que seguramente sirvieron en armonioso mensaje para mitigar heridas, dolores que se arrastraban de la guerra, miserias que se ganaron en el cuerpo: también en el alma.
La música fue su tarjeta de presentación.
La música fue un verdadero motivo de vida.
La música sigue siendo una razón valedera para mantener firme la esperanza.
La plaza central era paso obligado en las vueltas del perro en los domingos de ayer; en las convocatorias que mate de por medio se renuevan hoy.
La plaza del pueblo y los vecinos expectantes en días bellos y simples, que volvemos a ver desde una vieja fotografía en blanco y negro.
La plaza principal y un llamado único e irrepetible: ¡Tocaba la Banda!
Entonces cambiaban las imágenes habituales, despertaban de su largo sueños, las estatuas.
Los bancos recibían cuerpos dispuestos a ocuparlos por largo rato, la glorieta mostraba la alegría de sus flores, las enormes palmeras bamboleaban sus anchas hojas en respetuoso agradecimiento y hasta los pájaros postergaban su vuelo, llamándose a silencio por única vez a la semana.
Y entonces la gente de la ciudad disfrutaba al aire libre del esperado encuentro de cada domingo.
Sus integrantes entregaban el mejor repertorio, recibiendo a cambio la abundante paga del silencio y la gratificante yapa del aplauso.
Podía verse en aquel verde y abierto escenario a una niña, siendo fiel a la tradición del apellido, teniendo a la música como su amiga mejor.
Feliz se la observaba cumpliendo en cada presentación, sintiéndose legítima heredera de esas notas, convertidas en su legado mejor.
Existieron noches de Orquesta animando memorables bailes en la ciudad y la zona, eventos diversos amenizados con característicos ritmos.
Y allí como siempre: estaba ella junto al padre y maestro, con Vicente, su hermano y con el resto del grupo.
Cuando de recordar aquellas noches se trata, cuenta entonces de historias, de protagonistas que no están, de noches convertidas en amaneceres especiales; también de un amor para siempre con Roberto, aquel que esperaba paciente el final de la velada.
La Banda, la Orquesta, los sonidos y consignas inalterables en su acontecer: enseñar, transmitir y entregar a sus alumnos y público sus mejores dotes.
Docente de las que no olvidan, de las que nunca uno puede olvidar.
Como siempre con el piano como escritorio, con la simpleza como materia mejor, con el corazón abierto cual un inmenso pizarrón.
Con ella se aprendieron tonos, se escucharon risas, se hizo eterna su paciencia ordenando grupos.
Con ella se supo de un pequeño instrumento llamado “tonete”, se armaron coros diversos, se cantaron como nunca: el Himno y la marcha a la Bandera.
Con ella todos fueron iguales, hubo ricos y pobres, buenos y malos, lindos y feos.
Un día el silencio se adueñó de la casa, la “hora de música” no la encontró junto a sus alumnos.
Es que sus inquietas manos se quedaron tiesas, no pudieron por largo tiempo recorrer el teclado de un piano que quedó triste por la inesperada censura al que sometió el destino.
Sus manos parecían dormidas.
Sus manos estaban entumecidas y caprichosas no aceptaban orden alguna.
Sus manos se habían empecinado en llamarse a sosiego, a jubilar sin trámites la virtuosidad de sus dedos.
Después del dolor, del largo silencio, de la espera: la casa un día se pobló nuevamente de notas, se regocijó con el mensaje de variadas partituras y una vez más el piano recuperó su condición señorial y repartió canciones sin pausa, como tributo a tanta tristeza.
Una Banda de música con el nombre de su padre la tuvo como Directora; pero entre tantas cosas que nos quitaron (los que en nombre del pueblo, deciden a su antojo), “la bandita infanto-juvenil debió callar para siempre y en un rincón de “no se donde” deben estar sus instrumentos, mientras que como una afrenta a su memoria: una resolución le decretó el olvido al viejo maestro.
Alguna vez cobró por los Derechos de autor de un tema grabado en Francia.
La música del Centenario le pertenece.
Incontables los aniversarios, fechas, y eventos que la tuvieron en el centro de la escena.
María Rita y Adriana, sus hijas aquí.
Varios los nietos y hasta la alegría de haberse transformado en “bisabuela”.
Satisfacción por el vuelo profesional de Roberto, su hijo mayor, único el momento aquel que la tuvo orgullosa en la platea: actuando en la “Rosada”.
Alegría al escuchar desde el sur el saxofón, en las comentadas interpretaciones de Gerardo, el menor de todos.
Simple, afectuosa, de lágrimas fáciles, de palabras sinceras, de gestos buenos, de bondad sin límites.
Santina Antonini de Marchan, tal como en la Escuela la llamaban.
Simplemente: Santina, la maestra que nunca se olvida, la mujer que genera respeto siempre.
Santina: la que sigue en la misma casa, la que tuvo un papá que fue su maestro.
Santina: la que enseñó con ternura, la que entregó lecciones de vida.
Santina: la que sigue soñando con una noche grande.
Santina: la que se ilusiona con una fecha patria, acompañando desde el piano las voces de Nelly, Omar, Hugo, Ricardo, Ezequiel y algunos otros.
Santina: la que espera una sala llena en una función especial.
Santina: la que muchos imaginan ver con un Teatro a pleno.
Santina: la mujer simple y romántica que en la “Balada de la trompeta”, encuentra como ayer, el remanso mejor para la grandeza de sus sentimientos.
Cada día unas manitos blancas y pequeñas acariciaban con talento y delicadeza el teclado, obedeciendo cada indicación, recibiendo conocimientos que se entregaban con cariño de padre y con la sabiduría de un gran maestro.
La música fue el símbolo de la familia, notas que seguramente sirvieron en armonioso mensaje para mitigar heridas, dolores que se arrastraban de la guerra, miserias que se ganaron en el cuerpo: también en el alma.
La música fue su tarjeta de presentación.
La música fue un verdadero motivo de vida.
La música sigue siendo una razón valedera para mantener firme la esperanza.
La plaza central era paso obligado en las vueltas del perro en los domingos de ayer; en las convocatorias que mate de por medio se renuevan hoy.
La plaza del pueblo y los vecinos expectantes en días bellos y simples, que volvemos a ver desde una vieja fotografía en blanco y negro.
La plaza principal y un llamado único e irrepetible: ¡Tocaba la Banda!
Entonces cambiaban las imágenes habituales, despertaban de su largo sueños, las estatuas.
Los bancos recibían cuerpos dispuestos a ocuparlos por largo rato, la glorieta mostraba la alegría de sus flores, las enormes palmeras bamboleaban sus anchas hojas en respetuoso agradecimiento y hasta los pájaros postergaban su vuelo, llamándose a silencio por única vez a la semana.
Y entonces la gente de la ciudad disfrutaba al aire libre del esperado encuentro de cada domingo.
Sus integrantes entregaban el mejor repertorio, recibiendo a cambio la abundante paga del silencio y la gratificante yapa del aplauso.
Podía verse en aquel verde y abierto escenario a una niña, siendo fiel a la tradición del apellido, teniendo a la música como su amiga mejor.
Feliz se la observaba cumpliendo en cada presentación, sintiéndose legítima heredera de esas notas, convertidas en su legado mejor.
Existieron noches de Orquesta animando memorables bailes en la ciudad y la zona, eventos diversos amenizados con característicos ritmos.
Y allí como siempre: estaba ella junto al padre y maestro, con Vicente, su hermano y con el resto del grupo.
Cuando de recordar aquellas noches se trata, cuenta entonces de historias, de protagonistas que no están, de noches convertidas en amaneceres especiales; también de un amor para siempre con Roberto, aquel que esperaba paciente el final de la velada.
La Banda, la Orquesta, los sonidos y consignas inalterables en su acontecer: enseñar, transmitir y entregar a sus alumnos y público sus mejores dotes.
Docente de las que no olvidan, de las que nunca uno puede olvidar.
Como siempre con el piano como escritorio, con la simpleza como materia mejor, con el corazón abierto cual un inmenso pizarrón.
Con ella se aprendieron tonos, se escucharon risas, se hizo eterna su paciencia ordenando grupos.
Con ella se supo de un pequeño instrumento llamado “tonete”, se armaron coros diversos, se cantaron como nunca: el Himno y la marcha a la Bandera.
Con ella todos fueron iguales, hubo ricos y pobres, buenos y malos, lindos y feos.
Un día el silencio se adueñó de la casa, la “hora de música” no la encontró junto a sus alumnos.
Es que sus inquietas manos se quedaron tiesas, no pudieron por largo tiempo recorrer el teclado de un piano que quedó triste por la inesperada censura al que sometió el destino.
Sus manos parecían dormidas.
Sus manos estaban entumecidas y caprichosas no aceptaban orden alguna.
Sus manos se habían empecinado en llamarse a sosiego, a jubilar sin trámites la virtuosidad de sus dedos.
Después del dolor, del largo silencio, de la espera: la casa un día se pobló nuevamente de notas, se regocijó con el mensaje de variadas partituras y una vez más el piano recuperó su condición señorial y repartió canciones sin pausa, como tributo a tanta tristeza.
Una Banda de música con el nombre de su padre la tuvo como Directora; pero entre tantas cosas que nos quitaron (los que en nombre del pueblo, deciden a su antojo), “la bandita infanto-juvenil debió callar para siempre y en un rincón de “no se donde” deben estar sus instrumentos, mientras que como una afrenta a su memoria: una resolución le decretó el olvido al viejo maestro.
Alguna vez cobró por los Derechos de autor de un tema grabado en Francia.
La música del Centenario le pertenece.
Incontables los aniversarios, fechas, y eventos que la tuvieron en el centro de la escena.
María Rita y Adriana, sus hijas aquí.
Varios los nietos y hasta la alegría de haberse transformado en “bisabuela”.
Satisfacción por el vuelo profesional de Roberto, su hijo mayor, único el momento aquel que la tuvo orgullosa en la platea: actuando en la “Rosada”.
Alegría al escuchar desde el sur el saxofón, en las comentadas interpretaciones de Gerardo, el menor de todos.
Simple, afectuosa, de lágrimas fáciles, de palabras sinceras, de gestos buenos, de bondad sin límites.
Santina Antonini de Marchan, tal como en la Escuela la llamaban.
Simplemente: Santina, la maestra que nunca se olvida, la mujer que genera respeto siempre.
Santina: la que sigue en la misma casa, la que tuvo un papá que fue su maestro.
Santina: la que enseñó con ternura, la que entregó lecciones de vida.
Santina: la que sigue soñando con una noche grande.
Santina: la que se ilusiona con una fecha patria, acompañando desde el piano las voces de Nelly, Omar, Hugo, Ricardo, Ezequiel y algunos otros.
Santina: la que espera una sala llena en una función especial.
Santina: la que muchos imaginan ver con un Teatro a pleno.
Santina: la mujer simple y romántica que en la “Balada de la trompeta”, encuentra como ayer, el remanso mejor para la grandeza de sus sentimientos.