Forma parte del álbum de personajes pueblerinos y es entre todas una figurita conocida en la diaria rutina del pueblo, pasando a conformar ese particular grupo de mujeres y hombres que desde la simpleza, la inocencia, el cariño y la voluntad se ganaron un lugar en la consideración del resto de sus vecinos.
En su vida que se aproxima a las siete décadas existieron luces y sombras, tempestades que golpearon fuerte, también jornadas que fueron iluminadas por el sol de la alegría.
Su morena piel se curtió en las vicisitudes, su cuerpo se hizo fuerte en la adversidad y en el andar de su existencia fue dejando en el camino rivales, etapas diversas y más de una vez, con el último aliento llegó victorioso a la meta final.
Durante algún tiempo estuvo dedicado a las tareas en el campo, actividades muy propias de nuestro distrito; hasta que un día decidió el retorno a la ciudad y quizás sin suponerlo, sin esperarlo: encontró un trabajo permanente y el afecto de patrones que le tendieron la mano del afecto.
Le costó un tiempo adaptarse al nuevo ámbito laboral, a manejar herramientas que desconocía, a lidiar con enormes ruedas y a tener que dar respuestas rápidas ante pinchaduras y roturas que no podían esperar.
Cuenta que en la vieja Gomería de Álvarez, sobre calle Uslenghi se inició hace muchos años una ligazón que lejos de cortarse, se mantiene inalterable.
Fue Reynaldo “Tito” Álvarez, el que le enseñó el oficio, permitiéndole adaptarse a la nueva responsabilidad y conocer cada uno de los secretos en la misión de reparar neumáticos.
Llegó el crecimiento de la firma y el traslado a un punto estratégico de la ciudad, sobre la esquina de Fuertes y Sarmiento.
El pequeño comercio de los comienzos, se transformó en un importante centro de ventas y servicio que extendió su cobertura a otras ciudades vecinas.
A pesar de una nueva realidad y las exigencias propias de los cambios, él permaneció siendo parte del inventario de la firma y si bien se incorporaron otros operarios fue imposible encontrarle reemplazo o razones para que desistiera de andar entre palancas, parches y la nueva tecnología del presente.
A la par del trabajo y después de algunas frustradas experiencias futbolísticas, comenzó a practicar una disciplina deportiva que se transformaría en irremplazable e identificatoria de su acontecer.
En un improvisado circuito callejero y sobre calles de tierra comenzó a transitar un largo camino deportivo.
Sobre la entonces Avenida Roca, El Indio y sobre un sector de la ciudad que estaba rodeado de quintas, conduciendo una bicicleta estándar vivió las primeras experiencias competitivas.
Los buenos resultados obtenidos lo motivaron para adquirir el rodado acorde, pasando la poco apta y rústica primera unidad a convertirse en una bicicleta con cambios y adaptada a las pruebas que por entonces se organizaban con frecuencia.
Las inolvidables carreras organizadas por el club Sirio en el Barrio de “los turcos”, la doble Monte Hermoso, los viajes a Bahía Blanca, Punta Alta o Tres Arroyos o las competencias llevadas a cabo por Martín Roa y la gente de Empleados de Comercio, sobre la Avenida Fuertes lo tuvieron habitualmente en la punta y como protagonista.
El permanente aporte de “Tienda La Florida” y de otros comercios y particulares le permitió llegar a circuitos más alejados, dándose el gusto de correr el Campeonato Argentino de Veteranos.
Medallas, fotografías, recuerdos y recortes de diarios se fueron acumulando en su hogar, también distinciones especiales, como la consagración como “Deportista del Año” de la primera Fiesta de Aquí Deporte en 1980.
Además de los trofeos y de los amigos, hubo sinsabores: roturas imprevistas que lo dejaron al margen de carreras, raspones, caídas y lesiones prolongadas como aquella de Balcarce, que lo mantuvo durante meses postrado.
Una vez recuperado volvió a la ruta, a los entrenamientos por la 3, 72 o 78, a veces acompañando por alguno de los pibes de la época, la mayoría solo.
Con la voluntad y con el amor propio que lo caracteriza enfrentaba subidas interminables, el paso cercano de poderosos camiones o la adversidad del clima: viento, frío o intensa lluvia.
Alejado de las competencias y con los mensajes de un calendario que este sábado 18 de julio, marcará 70, se lo puede ver en el ocaso de una trayectoria deportiva que fue ejemplar.
A veces en la bicicleta, pero sin prisa ya.
Otras en vetusta rural transitando por nuestras calles.
Cualquiera sea el vehículo, tradicionales resultan los hábitos para expresar su forma de sentir..
Levanta la mano o eleva la voz para el grito amigo.
¿Quién no lo conoce al “negro”? ¿Quién no es amigo del “negro”?
Años de sacrificio, de alquileres y de espera le permiten disfrutar junto a su esposa María Rosa, una casa del Plan Federal.
De la casa al trabajo y del trabajo “no siempre” a la casa.
Presencia habitual en Lequerica al fondo, donde vive “Doña Amelia Basualdo”, su querida mamá, la que disimula con la juventud de espíritu noventa y tres años muy bien llevados.
Tardecitas de cartas, parroquianos habituales en la mesa de un bar, vermouth, alguna picada, un vino compartido, truco o mus y furiosos encuentros entre “mentiras, risas y finales tanto a tanto”.
Cuando llega el asado, la reunión semanal o algún acontecimiento social surgen sin necesidad de ruego, los pedidos habituales para las imitaciones de siempre: “Monzón y el “aguilucho” Gálvez resultan infaltables, para luego seguir el show con los sonidos de un tren, largos relatos con finales imprevistos y la particular historia de una tal “Ruperta”…
No hay otro, imposible “dos iguales”.
Rubén Coria, el ciclista que sigue pedaleando hacia su destino errante.
Rubén Coria, el tipo agradecido que hoy actúa como una suerte de “chico de los mandados”, acompañando los días difíciles de “un patrón convertido en amigo”.
El “negro” Coria, integrante de la clase 39, esperando ansioso que lleguen los 70.
El “negro” Coria, posando hace un rato con la sonrisa mejor en la puerta de Álvarez Neumáticos, junto a “Pema”, “Chichilo”, “el Mellizo”, Laureano y Marcos, en la fotografía que habrá de quedar para siempre en el portarretrato de su noble corazón.
El “negro” Coria, aunque no tenga su cuadro, aunque no este oficializado: es junto a la cina-cina, la flor de cardo y el chingolo… un símbolo de amistad y entereza de este “pago de Dorrego”.
En su vida que se aproxima a las siete décadas existieron luces y sombras, tempestades que golpearon fuerte, también jornadas que fueron iluminadas por el sol de la alegría.
Su morena piel se curtió en las vicisitudes, su cuerpo se hizo fuerte en la adversidad y en el andar de su existencia fue dejando en el camino rivales, etapas diversas y más de una vez, con el último aliento llegó victorioso a la meta final.
Durante algún tiempo estuvo dedicado a las tareas en el campo, actividades muy propias de nuestro distrito; hasta que un día decidió el retorno a la ciudad y quizás sin suponerlo, sin esperarlo: encontró un trabajo permanente y el afecto de patrones que le tendieron la mano del afecto.
Le costó un tiempo adaptarse al nuevo ámbito laboral, a manejar herramientas que desconocía, a lidiar con enormes ruedas y a tener que dar respuestas rápidas ante pinchaduras y roturas que no podían esperar.
Cuenta que en la vieja Gomería de Álvarez, sobre calle Uslenghi se inició hace muchos años una ligazón que lejos de cortarse, se mantiene inalterable.
Fue Reynaldo “Tito” Álvarez, el que le enseñó el oficio, permitiéndole adaptarse a la nueva responsabilidad y conocer cada uno de los secretos en la misión de reparar neumáticos.
Llegó el crecimiento de la firma y el traslado a un punto estratégico de la ciudad, sobre la esquina de Fuertes y Sarmiento.
El pequeño comercio de los comienzos, se transformó en un importante centro de ventas y servicio que extendió su cobertura a otras ciudades vecinas.
A pesar de una nueva realidad y las exigencias propias de los cambios, él permaneció siendo parte del inventario de la firma y si bien se incorporaron otros operarios fue imposible encontrarle reemplazo o razones para que desistiera de andar entre palancas, parches y la nueva tecnología del presente.
A la par del trabajo y después de algunas frustradas experiencias futbolísticas, comenzó a practicar una disciplina deportiva que se transformaría en irremplazable e identificatoria de su acontecer.
En un improvisado circuito callejero y sobre calles de tierra comenzó a transitar un largo camino deportivo.
Sobre la entonces Avenida Roca, El Indio y sobre un sector de la ciudad que estaba rodeado de quintas, conduciendo una bicicleta estándar vivió las primeras experiencias competitivas.
Los buenos resultados obtenidos lo motivaron para adquirir el rodado acorde, pasando la poco apta y rústica primera unidad a convertirse en una bicicleta con cambios y adaptada a las pruebas que por entonces se organizaban con frecuencia.
Las inolvidables carreras organizadas por el club Sirio en el Barrio de “los turcos”, la doble Monte Hermoso, los viajes a Bahía Blanca, Punta Alta o Tres Arroyos o las competencias llevadas a cabo por Martín Roa y la gente de Empleados de Comercio, sobre la Avenida Fuertes lo tuvieron habitualmente en la punta y como protagonista.
El permanente aporte de “Tienda La Florida” y de otros comercios y particulares le permitió llegar a circuitos más alejados, dándose el gusto de correr el Campeonato Argentino de Veteranos.
Medallas, fotografías, recuerdos y recortes de diarios se fueron acumulando en su hogar, también distinciones especiales, como la consagración como “Deportista del Año” de la primera Fiesta de Aquí Deporte en 1980.
Además de los trofeos y de los amigos, hubo sinsabores: roturas imprevistas que lo dejaron al margen de carreras, raspones, caídas y lesiones prolongadas como aquella de Balcarce, que lo mantuvo durante meses postrado.
Una vez recuperado volvió a la ruta, a los entrenamientos por la 3, 72 o 78, a veces acompañando por alguno de los pibes de la época, la mayoría solo.
Con la voluntad y con el amor propio que lo caracteriza enfrentaba subidas interminables, el paso cercano de poderosos camiones o la adversidad del clima: viento, frío o intensa lluvia.
Alejado de las competencias y con los mensajes de un calendario que este sábado 18 de julio, marcará 70, se lo puede ver en el ocaso de una trayectoria deportiva que fue ejemplar.
A veces en la bicicleta, pero sin prisa ya.
Otras en vetusta rural transitando por nuestras calles.
Cualquiera sea el vehículo, tradicionales resultan los hábitos para expresar su forma de sentir..
Levanta la mano o eleva la voz para el grito amigo.
¿Quién no lo conoce al “negro”? ¿Quién no es amigo del “negro”?
Años de sacrificio, de alquileres y de espera le permiten disfrutar junto a su esposa María Rosa, una casa del Plan Federal.
De la casa al trabajo y del trabajo “no siempre” a la casa.
Presencia habitual en Lequerica al fondo, donde vive “Doña Amelia Basualdo”, su querida mamá, la que disimula con la juventud de espíritu noventa y tres años muy bien llevados.
Tardecitas de cartas, parroquianos habituales en la mesa de un bar, vermouth, alguna picada, un vino compartido, truco o mus y furiosos encuentros entre “mentiras, risas y finales tanto a tanto”.
Cuando llega el asado, la reunión semanal o algún acontecimiento social surgen sin necesidad de ruego, los pedidos habituales para las imitaciones de siempre: “Monzón y el “aguilucho” Gálvez resultan infaltables, para luego seguir el show con los sonidos de un tren, largos relatos con finales imprevistos y la particular historia de una tal “Ruperta”…
No hay otro, imposible “dos iguales”.
Rubén Coria, el ciclista que sigue pedaleando hacia su destino errante.
Rubén Coria, el tipo agradecido que hoy actúa como una suerte de “chico de los mandados”, acompañando los días difíciles de “un patrón convertido en amigo”.
El “negro” Coria, integrante de la clase 39, esperando ansioso que lleguen los 70.
El “negro” Coria, posando hace un rato con la sonrisa mejor en la puerta de Álvarez Neumáticos, junto a “Pema”, “Chichilo”, “el Mellizo”, Laureano y Marcos, en la fotografía que habrá de quedar para siempre en el portarretrato de su noble corazón.
El “negro” Coria, aunque no tenga su cuadro, aunque no este oficializado: es junto a la cina-cina, la flor de cardo y el chingolo… un símbolo de amistad y entereza de este “pago de Dorrego”.