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"Fernando Strasser: el hombrecito de las dos vidas" Por Hugo César Segurola

El sonido tenue y casi imperceptible del pequeño instrumento va ganando un lugar en el oído del público o de los circunstanciales visitantes que comparten la “trastienda” de sus tardes.

La quena, pequeña flauta aborigen originaria del altiplano, recibe de su ejecutor el afecto de unos labios que van regando de partituras cada uno de los encuentros.

El hombre diminuto que superó los cuarenta, hace de la música una eterna amiga, que lo guía, lo acompaña y suele mitigar desde la belleza de sus temas: los dolores del cuerpo, las quejas del alma.

Su calendario de vida se divide en dos, entre la edad real que marca un documento de identidad y el nacimiento nuevo de hace dos décadas, cuando el amor de su madre le permitió proseguir el camino de la esperanza cuando una parte de su cuerpo había dicho basta.

El hombrecito de esta historia fue dueño de una infancia feliz, con el apoyo constante y cariño indisimulable de sus padres: Hugo y Mary y de su hermana mayor, Mónica.

Hubo sueños de pibe corriendo detrás de la pelota, tardes de fútbol con buen dominio y panorama, buscando la pausa desde el medio campo y defendiendo con orgullo los colores del aurinegro.

Después llegó el tiempo de una nueva actividad, que incluía papeles, apuntes y comentarios, desarrollados con simpleza y mucha seriedad desde este mismo estudio, haciendo sus armas en el periodismo deportivo.

Pero un día cambió el lugar de trabajo y fue en céntrica esquina de la ciudad donde comenzó una nueva etapa laboral.

El Banco Dorrego lo albergó en su plantel de empleados, donde desde el otro lado de un concurrido mostrador entrega a diario su sonrisa y amabilidad.

Los saldos, el movimiento de las cuentas, los vencimientos, los cheques entrados a última hora eran parte de su rutina en la relación constante con los clientes. A veces sus suaves palabras llegaban desde el teléfono: ingrata convocatoria la del gerente, para hablar del descubierto.

Hubo un amor con Alejandra, que perdura en el tiempo, que se consolidó en la comprensión y el respaldo mutuo, que le permite seguir disfrutando de tres hijos, de gozar la sana alegría de un nieto que lo convirtió muy joven, en abuelo.

Pero llegó un día imposible de olvidar, que impactó fuerte en el seno de la familia, trasladándose en poco grata noticia al resto de la gente.

Órganos que no respondían y la imperiosa necesidad de un transplante. Mensajes que sonaron duros, que hicieron brotar las dudas y los temores, pero que nunca lograron socavar la inmensa fe que lo acompañaba.

Nuevas páginas se abrieron entre los suyos, comenzó a hablarse de tiempos y de plazos, de oportunidades, compatibilidades y también de riesgos.

Sus padres no sólo estuvieron desde el primer momento, sino que competían sanamente para ser los donantes, para entregarse al mandato del destino, al pedido de la ciencia.

Hubo cadenas de oración, reuniones y campañas, largas esperas de noticias buenas y un regreso a la ciudad, donde sus vecinos recibieron con alborozo el positivo resultado final.

Comenzó un tiempo nuevo, una vida nueva.

Viajes, internaciones, cuidados especiales y consultas frecuentes.

Aunque aparentaba frágil el pequeño hombre se vistió de grande, resistió al largo proceso y se preparó para el desafío que tenía por delante: convivir con la enfermedad, invitarla a su casa, sentarla a su mesa, convertirla en compañera del largo viaje.

Obtenida la jubilación dejó con tristeza su trabajo, despidiéndose de la actividad bancaria en el Banco de La Pampa.

Propició y acompaño la creación del grupo RENACER, concretando charlas y encuentros que sirvieron para contar de la importancia de la donación de órganos, para desterrar mitos y para explicar (desde su experiencia personal) que otra vida es posible, aún desde la muerte.

Decidido a no convertirse en un hombre pasivo, compartió con su esposa un proyecto comercial que se mantiene hasta nuestros días. En el momento de elegir el nombre quizás este implícito el cariño y gratitud a su entrañable compañera: “La Bionda” (la rubia).

Desde una ventanita observa lo que pasa en el negocio, donde el público elige entre una galería de opciones: suéteres, camperas, remeras, camisas y buzos.

Siempre algún amigo se acerca para compartir la charla y el mate, también suele brindar (gratuitamente y por placer) algunas clases de música.

Atrás quedaron ensayos y actuación con el grupo “Maillen”.

“Los Maillencitos” (grupo infantil que orientaba) resultan un grato recuerdo, que tuvo sus noches de Peña y sus mediodías de televisión.

Alguna vez compartió escenario con Los del Sur o fue parte de otros proyectos musicales. O simplemente se suma a la rueda de amigos o como en Junio pasado, a la convocatoria del Hogar de Ancianos.

Tres días a la semana un viaje a Bahía Blanca desde hace tiempo, programado.

Casi siempre con Gustavo como chofer, otras con Cristian y muchas veces con Ricardo Pérez (también transplantado) como compañero de una rutina que ayuda a vivir… pero que también agota.

Prolongadas resultan las secciones de diálisis, pero necesarias para enfrentar la insuficiencia que lo persigue.

El dolor de cabeza y el malestar suele golpear, pero a pesar de todo el ánimo no decae y en la improvisada siesta vehicular o en el mate que se comparte la vuelta a casa se hace amena, parecen no importar los 600 kilómetros semanales.

Fernando Strasser: el de la sonrisa buena, el hombre de las dos vidas, el que se ilusiona cada mañana con “renacer” una vez más.

“Fernandito”, el que muestra con hechos la linda experiencia de recibir, el que sigue hablando de la necesidad de dar.

Fernando: el hombre pequeño de la quena, el que todos los días le pone los sonidos de la esperanza a su vida, sin tener en cuenta los “plazos vencidos de un transplante veinteañero”, sin que importen las venas a punto de estallar, sin que duelan los compromisos de una agenda que tres días a la semana lo somete a un tratamiento impostergable y permanente.