En los comienzos de la década del 80 nuestras vidas coincidieron.
Él había retornado a la ciudad con el grado de Oficial, después de haber pasado algunos años por la Escuela Vucetich, mientras que yo, hacia mis primeros “palotes” en este oficio del periodismo.
Solía concurrir a su casa, a la cual se llegaba tras superar un largo pasillo, sobre calle Yrigoyen. Intercambiamos material y opiniones sobre diversos temas y solía proporcionarme textos que hacían a temas de la seguridad.
Como siempre su madre, Lidia, estaba a su lado, realizando alguna tarea hogareña o acercando un mate caliente.
Algunos sábados por la noche después de las funciones del Cine San Martín, nos encontrábamos en “Poker” o en la entonces parrilla de la familia Larrosa, sobre Presidente Perón.
Temas de la vida, de nuestras cosas y también de los aires nuevos que comenzaban a soplar con la proximidad de la democracia, motivaban prolongadas charlas.
A su lado como siempre, estaba Diana, por entonces eran novios… en realidad siempre lo siguieron siendo.
La circunstancia bélica de 1.982 motivó que la Radio contará con una custodia policial permanente, fue así que fuimos tomando contacto con muchos efectivos y oficiales de entonces.
Semanalmente nos reuníamos en la Carpintería de Laurenza, habiendo conformado un particular club de amigos, al que pusimos el nombre de “2 de Abril”.
Los dueños de casa se constituían en excelentes anfitriones de aquel heterogéneo grupo, donde infaltables estaban: “Mito” y su esposa, Daniel, el por entonces pequeño Martín y José Luís, siendo este último el encargado de asados “casi siempre negros”, consecuencia de dejar la parrilla sola y prenderse en las polémicas que se suscitaban en un ámbito de “encendidos debates”, que a pesar de ello, respetaba puntillosamente todas las disposiciones preventivas de “oscurecimiento”.
De la Radio me acompañaban: “El Pulpo” Barda, su hijo Fabián, “Rody” Marco y Luís Carrera, mientras que el “gordo” Falco era invitado por su condición “desarrollista”, en tanto la legión policial estaba integrada por Javier Yezzi, los jóvenes oficiales Valiente y Leiva y los recién ingresados policías: Salazar (“el hormiga”) y Suhit (”el sopa grande”).
Fueron surgiendo cambios en nuestras vidas, entre ellas la del casamiento de la mayoría; llegando también nuevos destinos para las actividades de algunos de los protagonistas.
En el caso de Javier comenzó a recorrer distintas reparticiones, pasando por pequeños sitios como Buratovich o Monte Hermoso, hasta lugares más complejos como Bahía Blanca o la siempre difícil ciudad de Tres Arroyos.
Era un hombre de pocas palabras y a veces difíciles de poder entenderlas, de mirada seria y rostro muchas veces adusto, que en los tiempos que usaba bigote le daban un porte de “policía duro”, aunque estuviera muy lejos de ello.
Después de mucho peregrinar por la región, la superioridad decidió su regreso a Coronel Dorrego y ésta vez con una responsabilidad muy importante.
No le resultó fácil hacerse cargo de la Comisaría local, su condición de vecino a veces le jugó en contra. La tropa -no siempre accesible de conducir- le tuvo más respeto por sus condiciones humanas que por el manejo jerárquico que no siempre se permitía ejercer.
Muchas veces no fueron armónicas mis relaciones con la policía, ya que expresar criticas, señalar situaciones solían (y suelen) significar enojos y en alguna ocasión lejana “aprietes”, que logre sobrellevar.
Me costaba analizar su gestión y más aún cuando debía poner en la balanza la amistad y la función periodística. En más de una ocasión me habló de la exigencia extra que implicaba ser el “Comisario del pueblo” y de sus deseos de un traslado que le quitara la presión de un contacto permanente con los vecinos, donde desde pibe conocía a los que andaban por derecha, como así también los que habían elegido el camino del delito.
Fue así que nuevamente tuvo que partir, otro destino lo esperaba.
Se constituyó en el primer jefe de la Policía Comunal de Adolfo Gonzáles Chaves, donde había ganado respeto y valoración de las autoridades y comunidad.
Pero la “mala suerte” comenzó a acompañarlo en su gestión, fue así que surgió un hecho que lo obligaría a alejarse de aquel distrito. En su ausencia se produjo la fuga de algunos presos, circunstancia que tuvo un gran impacto mediático y que lo obligó a pedir el traslado.
En Tres Arroyos otro caso lo ubicaría en las primeras planas de los diarios. Los festejos de una despedida de soltero culminaron con varias personas en la sede de calle Pringles, donde posteriormente un grupo de amigos y familiares procedió en forma violenta a “copar la Comisaría” y liberar a los detenidos.
Su atinada decisión de no reprimir a los revoltosos le valió la consideración del Fiscal interviniente y de las propias autoridades ministeriales, que rescataron su postura de no haber respondido violentamente, a pesar de “haber perdido la dependencia” a mano de un grupo de vecinos furiosos y con algunas copas de más…
Su último destino fue la Departamental Tres Arroyos, incluyendo una fugaz suplencia el año pasado en la primera tresarroyense.
Antes de la última reforma y con el grado de Capitán cumplimentó los trámites para una jubilación que tardó en llegar más de la cuenta. Que casi no pudo disfrutar.
¿Qué deja Javier Yezzi en su abrupta partida?
El proceder limpio y honesto de un funcionario policial, que a diferencia de “muchos corruptos” (que también conocimos y que pasaron por aquí) tuvo un pasar austero, con las únicas conquistas de una casa sencilla y un auto de viejo modelo.
La consolidación de una familia, partiendo del apoyo, compañía y amor eterno de su esposa Diana. La misma que se subía a un micro los fines de semana para estar junto a su esposo, donde la circunstancia lo requiriera, la que fiel lo acompañó hasta el último instante.
Dos hijos que nacieron de buenas raíces, que prosiguen su camino de igual modo, que lucen con orgullo el apellido heredado: Leticia y Javier (Hiro).
Su amor por el Ajedrez, deporte ciencia que lo tuvo como uno de los grandes protagonistas del club Independiente.
Tras las primeras lecciones transmitidas por el “peluquero” Sica, fue haciendo un nombre en esta disciplina, participando de numerosos eventos en la ciudad, la zona y en otras provincias.
Citas habituales en la sede roja, largas partidas con: Salvador Randazzo, Lorden, “Lito” Jensen, Carlos Sarti, Carlitos Di Crocce, Hugo Aiub, Navarrete, el “Tigre” Ponce o en aquellos años de los noventa cuando el recordado Miroslav Zeman, produjo una verdadera revolución.
¿Qué se llevó Javier hacia su último destino?
Se llevó el azul uniforme de “la bonaerense”, a la cual honró y en su correcto proceder la hizo “creible” y “confiable”, más buena que “maldita”...
Se llevó el último jaque-mate en los duelos con su hijo, la alegría grande de la pasión que “Hiro” encontró en un tablero repleto de piezas blancas y negras, que de chico aprendió a abrazar.
Se llevó las ilusiones creativas de Leticia y su mejor sonrisa.
Se llevó el amor imperecedero de su novia de siempre, de su esposa para toda la vida, de su mejor y más fiel custodia: Diana.
Se llevó los recuerdos de sus amigos de la primaria, Mario Oscar Fernández y Ariel Labornia. El Ingeniero contaba esta mañana de días en “el Lequerica”, de las condiciones de su amigo para el dibujo y de tantos concursos ganados en la plaza central.
Se llevó las anécdotas que el “vasquito” Abad recordó, en el paso por “El Nacional” (en la sección comercial) y en una carrera trunca en la Universidad bahiense, que incluyó hospedaje compartido en los comienzos de los duros años 70.
Se llevó el afecto y respeto de sus subordinados, de sus colegas que llegaron de distintos lugares de la región para la despedida final y la masiva presencia de vecinos, amigos, familiares y entidades saludando la partida de un buen funcionario, de un mejor hombre.
¿Y a nosotros que nos queda?
Nos quedan las charlas profundas, las risas, los vinos largos de madrugada.
Nos quedan los asados en lo del “tano”, esos que por cuestiones de dietas, tiempos más cortos y obligaciones más largas cometimos el error de suspender.
Nos quedan las imágenes de encuentros familiares, de una mesa bien regada en el último casamiento compartido.
Nos queda su honradez, sus actitudes de buen hijo, sus acciones de buen esposo y padre.
Nos queda también un enorme espacio vacío… ese mismo que no puede llenarse con la llegada de otro amigo.
Él había retornado a la ciudad con el grado de Oficial, después de haber pasado algunos años por la Escuela Vucetich, mientras que yo, hacia mis primeros “palotes” en este oficio del periodismo.
Solía concurrir a su casa, a la cual se llegaba tras superar un largo pasillo, sobre calle Yrigoyen. Intercambiamos material y opiniones sobre diversos temas y solía proporcionarme textos que hacían a temas de la seguridad.
Como siempre su madre, Lidia, estaba a su lado, realizando alguna tarea hogareña o acercando un mate caliente.
Algunos sábados por la noche después de las funciones del Cine San Martín, nos encontrábamos en “Poker” o en la entonces parrilla de la familia Larrosa, sobre Presidente Perón.
Temas de la vida, de nuestras cosas y también de los aires nuevos que comenzaban a soplar con la proximidad de la democracia, motivaban prolongadas charlas.
A su lado como siempre, estaba Diana, por entonces eran novios… en realidad siempre lo siguieron siendo.
La circunstancia bélica de 1.982 motivó que la Radio contará con una custodia policial permanente, fue así que fuimos tomando contacto con muchos efectivos y oficiales de entonces.
Semanalmente nos reuníamos en la Carpintería de Laurenza, habiendo conformado un particular club de amigos, al que pusimos el nombre de “2 de Abril”.
Los dueños de casa se constituían en excelentes anfitriones de aquel heterogéneo grupo, donde infaltables estaban: “Mito” y su esposa, Daniel, el por entonces pequeño Martín y José Luís, siendo este último el encargado de asados “casi siempre negros”, consecuencia de dejar la parrilla sola y prenderse en las polémicas que se suscitaban en un ámbito de “encendidos debates”, que a pesar de ello, respetaba puntillosamente todas las disposiciones preventivas de “oscurecimiento”.
De la Radio me acompañaban: “El Pulpo” Barda, su hijo Fabián, “Rody” Marco y Luís Carrera, mientras que el “gordo” Falco era invitado por su condición “desarrollista”, en tanto la legión policial estaba integrada por Javier Yezzi, los jóvenes oficiales Valiente y Leiva y los recién ingresados policías: Salazar (“el hormiga”) y Suhit (”el sopa grande”).
Fueron surgiendo cambios en nuestras vidas, entre ellas la del casamiento de la mayoría; llegando también nuevos destinos para las actividades de algunos de los protagonistas.
En el caso de Javier comenzó a recorrer distintas reparticiones, pasando por pequeños sitios como Buratovich o Monte Hermoso, hasta lugares más complejos como Bahía Blanca o la siempre difícil ciudad de Tres Arroyos.
Era un hombre de pocas palabras y a veces difíciles de poder entenderlas, de mirada seria y rostro muchas veces adusto, que en los tiempos que usaba bigote le daban un porte de “policía duro”, aunque estuviera muy lejos de ello.
Después de mucho peregrinar por la región, la superioridad decidió su regreso a Coronel Dorrego y ésta vez con una responsabilidad muy importante.
No le resultó fácil hacerse cargo de la Comisaría local, su condición de vecino a veces le jugó en contra. La tropa -no siempre accesible de conducir- le tuvo más respeto por sus condiciones humanas que por el manejo jerárquico que no siempre se permitía ejercer.
Muchas veces no fueron armónicas mis relaciones con la policía, ya que expresar criticas, señalar situaciones solían (y suelen) significar enojos y en alguna ocasión lejana “aprietes”, que logre sobrellevar.
Me costaba analizar su gestión y más aún cuando debía poner en la balanza la amistad y la función periodística. En más de una ocasión me habló de la exigencia extra que implicaba ser el “Comisario del pueblo” y de sus deseos de un traslado que le quitara la presión de un contacto permanente con los vecinos, donde desde pibe conocía a los que andaban por derecha, como así también los que habían elegido el camino del delito.
Fue así que nuevamente tuvo que partir, otro destino lo esperaba.
Se constituyó en el primer jefe de la Policía Comunal de Adolfo Gonzáles Chaves, donde había ganado respeto y valoración de las autoridades y comunidad.
Pero la “mala suerte” comenzó a acompañarlo en su gestión, fue así que surgió un hecho que lo obligaría a alejarse de aquel distrito. En su ausencia se produjo la fuga de algunos presos, circunstancia que tuvo un gran impacto mediático y que lo obligó a pedir el traslado.
En Tres Arroyos otro caso lo ubicaría en las primeras planas de los diarios. Los festejos de una despedida de soltero culminaron con varias personas en la sede de calle Pringles, donde posteriormente un grupo de amigos y familiares procedió en forma violenta a “copar la Comisaría” y liberar a los detenidos.
Su atinada decisión de no reprimir a los revoltosos le valió la consideración del Fiscal interviniente y de las propias autoridades ministeriales, que rescataron su postura de no haber respondido violentamente, a pesar de “haber perdido la dependencia” a mano de un grupo de vecinos furiosos y con algunas copas de más…
Su último destino fue la Departamental Tres Arroyos, incluyendo una fugaz suplencia el año pasado en la primera tresarroyense.
Antes de la última reforma y con el grado de Capitán cumplimentó los trámites para una jubilación que tardó en llegar más de la cuenta. Que casi no pudo disfrutar.
¿Qué deja Javier Yezzi en su abrupta partida?
El proceder limpio y honesto de un funcionario policial, que a diferencia de “muchos corruptos” (que también conocimos y que pasaron por aquí) tuvo un pasar austero, con las únicas conquistas de una casa sencilla y un auto de viejo modelo.
La consolidación de una familia, partiendo del apoyo, compañía y amor eterno de su esposa Diana. La misma que se subía a un micro los fines de semana para estar junto a su esposo, donde la circunstancia lo requiriera, la que fiel lo acompañó hasta el último instante.
Dos hijos que nacieron de buenas raíces, que prosiguen su camino de igual modo, que lucen con orgullo el apellido heredado: Leticia y Javier (Hiro).
Su amor por el Ajedrez, deporte ciencia que lo tuvo como uno de los grandes protagonistas del club Independiente.
Tras las primeras lecciones transmitidas por el “peluquero” Sica, fue haciendo un nombre en esta disciplina, participando de numerosos eventos en la ciudad, la zona y en otras provincias.
Citas habituales en la sede roja, largas partidas con: Salvador Randazzo, Lorden, “Lito” Jensen, Carlos Sarti, Carlitos Di Crocce, Hugo Aiub, Navarrete, el “Tigre” Ponce o en aquellos años de los noventa cuando el recordado Miroslav Zeman, produjo una verdadera revolución.
¿Qué se llevó Javier hacia su último destino?
Se llevó el azul uniforme de “la bonaerense”, a la cual honró y en su correcto proceder la hizo “creible” y “confiable”, más buena que “maldita”...
Se llevó el último jaque-mate en los duelos con su hijo, la alegría grande de la pasión que “Hiro” encontró en un tablero repleto de piezas blancas y negras, que de chico aprendió a abrazar.
Se llevó las ilusiones creativas de Leticia y su mejor sonrisa.
Se llevó el amor imperecedero de su novia de siempre, de su esposa para toda la vida, de su mejor y más fiel custodia: Diana.
Se llevó los recuerdos de sus amigos de la primaria, Mario Oscar Fernández y Ariel Labornia. El Ingeniero contaba esta mañana de días en “el Lequerica”, de las condiciones de su amigo para el dibujo y de tantos concursos ganados en la plaza central.
Se llevó las anécdotas que el “vasquito” Abad recordó, en el paso por “El Nacional” (en la sección comercial) y en una carrera trunca en la Universidad bahiense, que incluyó hospedaje compartido en los comienzos de los duros años 70.
Se llevó el afecto y respeto de sus subordinados, de sus colegas que llegaron de distintos lugares de la región para la despedida final y la masiva presencia de vecinos, amigos, familiares y entidades saludando la partida de un buen funcionario, de un mejor hombre.
¿Y a nosotros que nos queda?
Nos quedan las charlas profundas, las risas, los vinos largos de madrugada.
Nos quedan los asados en lo del “tano”, esos que por cuestiones de dietas, tiempos más cortos y obligaciones más largas cometimos el error de suspender.
Nos quedan las imágenes de encuentros familiares, de una mesa bien regada en el último casamiento compartido.
Nos queda su honradez, sus actitudes de buen hijo, sus acciones de buen esposo y padre.
Nos queda también un enorme espacio vacío… ese mismo que no puede llenarse con la llegada de otro amigo.