Su centenaria estructura (asentada en ladrillo y barro) se mantiene erguida y firme en la esquina de Italia y Lequerica, un verdadero símbolo de resistencia al paso del tiempo y a los indiferentes que no se permiten “observar” la rica historia que se encuentra oculta en su interior.
Según el vecino Roberto Riesco, que en su momento se encargó de bucear en temas del ayer, allí funcionó a partir de 1.924 y por algunos años la Escuela nº12 la que según los datos aportados, “contaba con dos aulas donde se ubicaban un total de 74 bancos con pupitres, dos letrinas, pieza y cocina destinadas a el Director y un total de cuatro docentes…”
A través del trabajo realizado por el historiador, Carlos Funes Derieul, sobre los Comercios y sus propietarios en el período 1.890-1.937, existen referencias que se relacionan al pasado de este sitio y donde surgen los nombres de dos familias que a través de sus descendientes proseguirían con la iniciativa.
En el rubro “Despacho de bebidas” figura en 1.933, Félix Fradejas como propietario de un lugar de esas características (ubicado en otro sector del pueblo), mientras que el almacén denominado “El Nuevo”, propiedad de Pedro Castañón aparece en 1.936, en la esquina por entonces identificada bajo los números 1 y 21.
¿Cuál es la relación de ambas familias?
La primera coincidencia tiene que ver con el origen español de ambas y la segunda (sustancial de esta historia), es que Armando (hijo de Félix) contrae enlace con Idelfonsa “Ñata” Castañón, hija de Pedro.
Aquel lazo afectivo tuvo su ligazón en lo comercial, encargándose la entonces joven pareja de la atención del tradicional local, que pasó con el transcurrir de los años a transformar su condición de “ramos generales” a “bar”, cerrando sus puertas a comienzos de 2.000.
Conocido como “el boliche de Fradejas” el lugar albergaba a diario a tradicionales parroquianos, que en sus viejas mesas dejaban pasar el tiempo, compartiendo largas charlas o enfrentándose en reñidos partidos de truco o mus, por “el honor” y “por las copas”.
Del otro lado del mostrador se encontraba “Don Armando”, de mirada seria y cordialidad inalterable, contando con la inseparable presencia de “Ñata”, quién solía contribuir con el lavado de vasos (en la todavía conservada pileta de estaño) y limpieza del lugar.
Además de la buena atención existía una marca particular del sitio, la que estaba dada por la carencia de incidentes, tan propios en ámbitos donde el alcohol suele “hacer de las suyas”.
Cada uno de los concurrentes conocía sus límites y eran sabedores que una discusión subida de tono o una eventual pelea representaban no ser admitidos nuevamente, no alcanzando las disculpas posteriores o exhibir una sobriedad que garantizara buen comportamiento.
Llegar al “boliche de Fradejas” implicaba saborear el pasado que contenía su cautivante interior. Una vez transpuesto el ingreso, las vetustas maderas de su piso reclamaban pasos suaves y recordaban la existencia de un sótano enorme donde como reliquia se guardaban viejas bordalesas.
Una cigarrera de madera, la estantería repleta de bebidas, vasos prolijamente apostados, la heladera comercial, un pesado ventilador de pie, una fotografía del inolvidable “morocho” (sonriente como siempre), un pequeño escritorio donde se anotaban las cuentas de los clientes, un certificado que acreditaba el paso por el Servicio Militar del ciudadano Fradejas, avisos de “Geniol”, latas de galletitas “Ortiz” y los afiches de River en los tiempos que “El Gráfico” era semanal; surgían como los adornos más distintitivos de la magnifica pintura cotidiana.
El vino era en botella de litro o en damajuana, “Mariposa” el nombre de la caña, de barro las botellas de ginebra Bols (que algunos, una vez vacías usaban para calentarse los pies en la cama), la “Hesperidina” tenía sus fanáticos, el Xerez (Jerez) se llamaba “Quina Ruiz” o “El Abuelo”, el anís que ya tenía “8 Hermanos” se pedía entre susurros (por aquello de bebida de mujeres) y eran infaltables y servidos de a puñado “los manises” para acompañar aperitivos como el “Hierro Quina Bisleri” o “una” Gancia con limón y un toque suave de soda en sifón de vidrio...
En más de una ocasión me ubique como circunstancial cliente, disfrutando algún vermouth con amigos y guardando en el archivo de la memoria postales de otros días, que eran adornadas por los relatos calidos y apasionantes de Don Armando, donde solía incluir en sus citas a mi abuelo paterno (Venancio), contemporáneo suyo y por el cual siempre manifestaba aprecio y respeto.
Con la excusa de alguna entrevista me permitía extender la charla y cámara de por medio buscaba mediante sus palabras y las imágenes del entorno, poder “apropiarme” de algunos pedacitos de la nostalgia que surgían de tan particular reservorio histórico.
Al fallecer su propietario y consecuencia del afecto que me une con Hilda (una de sus hijas), en más de una ocasión me he sentido “dueño del boliche”. Es así que en 2.005 grabamos la apertura del programa televisivo “bar Londres”, reuniendo a distintos personajes y personalidades dorreguenses, recreando en aquella puesta en escena los grandes tiempos del comercio.
Lejos estaría de suponer que aquel material (que cada mediodía se repite) serviría para atesorar las expresiones de queridos y prestigiosos vecinos que han partido al viaje eterno, entre ellos mi propio padre…
Una mesa repleta de heridas y marcas, varias sillas, ceniceros de “Cinzano”, vasos, botellas de bebidas y una foto de Gardel son todos tesoros que retengo en préstamo, que cuido con el alma y que agradezco eternamente que la familia Fradejas me haya privilegiado su custodia.
Se de todo el esfuerzo que hacen Hilda y Elvira (hijas de Armando y “Ñata”) para preservar el lugar, se también de las dificultades que ello representa.
Empecinadas en no mercantilizar la historia, han dicho repetidas veces no a tentadoras propuestas económicas que pretenden adquirir “sus muebles y útiles”, elementos todos muy valiosos para coleccionistas o personas afectas al mobiliario antiguo.
Saben también que “el tesoro” que celosamente guardan, comienza a sufrir los embates del tiempo y la humedad, que cada vez resulta mayor el deterioro de instalaciones que necesitan un mantenimiento acorde y oneroso.
Años atrás al ser interiorizado del tema, un funcionario municipal y ante el pedido de ayuda solicitada, se permitió el despropósito de sugerir que “tomaran algunas fotografías”, como única alternativa de preservar su memoria…
Preocupado por el desinterés y desconocimiento público que se tiene sobre este verdadero “patrimonio histórico” y con el espíritu de colaborar con sus actuales propietarias, he realizado algunas gestiones (provinciales) que lamentablemente han sucumbido en la maraña burocrática o en vanas promesas de campaña.
El “boliche de Fradejas” aún cerrado, aún resquebrajado en su vieja estructura, es un mojón de autenticidad que guarda en su interior páginas que han sido escritas con la indeleble tinta de su pasado.
Es necesario que alguien escuche el pedido de auxilio, el lacónico mensaje de dos mujeres que luchan denodadamente por mantener su legado, por defender un retazo de historia que no tiene precio, que no admite comprarse… mucho menos venderse.
Según el vecino Roberto Riesco, que en su momento se encargó de bucear en temas del ayer, allí funcionó a partir de 1.924 y por algunos años la Escuela nº12 la que según los datos aportados, “contaba con dos aulas donde se ubicaban un total de 74 bancos con pupitres, dos letrinas, pieza y cocina destinadas a el Director y un total de cuatro docentes…”
A través del trabajo realizado por el historiador, Carlos Funes Derieul, sobre los Comercios y sus propietarios en el período 1.890-1.937, existen referencias que se relacionan al pasado de este sitio y donde surgen los nombres de dos familias que a través de sus descendientes proseguirían con la iniciativa.
En el rubro “Despacho de bebidas” figura en 1.933, Félix Fradejas como propietario de un lugar de esas características (ubicado en otro sector del pueblo), mientras que el almacén denominado “El Nuevo”, propiedad de Pedro Castañón aparece en 1.936, en la esquina por entonces identificada bajo los números 1 y 21.
¿Cuál es la relación de ambas familias?
La primera coincidencia tiene que ver con el origen español de ambas y la segunda (sustancial de esta historia), es que Armando (hijo de Félix) contrae enlace con Idelfonsa “Ñata” Castañón, hija de Pedro.
Aquel lazo afectivo tuvo su ligazón en lo comercial, encargándose la entonces joven pareja de la atención del tradicional local, que pasó con el transcurrir de los años a transformar su condición de “ramos generales” a “bar”, cerrando sus puertas a comienzos de 2.000.
Conocido como “el boliche de Fradejas” el lugar albergaba a diario a tradicionales parroquianos, que en sus viejas mesas dejaban pasar el tiempo, compartiendo largas charlas o enfrentándose en reñidos partidos de truco o mus, por “el honor” y “por las copas”.
Del otro lado del mostrador se encontraba “Don Armando”, de mirada seria y cordialidad inalterable, contando con la inseparable presencia de “Ñata”, quién solía contribuir con el lavado de vasos (en la todavía conservada pileta de estaño) y limpieza del lugar.
Además de la buena atención existía una marca particular del sitio, la que estaba dada por la carencia de incidentes, tan propios en ámbitos donde el alcohol suele “hacer de las suyas”.
Cada uno de los concurrentes conocía sus límites y eran sabedores que una discusión subida de tono o una eventual pelea representaban no ser admitidos nuevamente, no alcanzando las disculpas posteriores o exhibir una sobriedad que garantizara buen comportamiento.
Llegar al “boliche de Fradejas” implicaba saborear el pasado que contenía su cautivante interior. Una vez transpuesto el ingreso, las vetustas maderas de su piso reclamaban pasos suaves y recordaban la existencia de un sótano enorme donde como reliquia se guardaban viejas bordalesas.
Una cigarrera de madera, la estantería repleta de bebidas, vasos prolijamente apostados, la heladera comercial, un pesado ventilador de pie, una fotografía del inolvidable “morocho” (sonriente como siempre), un pequeño escritorio donde se anotaban las cuentas de los clientes, un certificado que acreditaba el paso por el Servicio Militar del ciudadano Fradejas, avisos de “Geniol”, latas de galletitas “Ortiz” y los afiches de River en los tiempos que “El Gráfico” era semanal; surgían como los adornos más distintitivos de la magnifica pintura cotidiana.
El vino era en botella de litro o en damajuana, “Mariposa” el nombre de la caña, de barro las botellas de ginebra Bols (que algunos, una vez vacías usaban para calentarse los pies en la cama), la “Hesperidina” tenía sus fanáticos, el Xerez (Jerez) se llamaba “Quina Ruiz” o “El Abuelo”, el anís que ya tenía “8 Hermanos” se pedía entre susurros (por aquello de bebida de mujeres) y eran infaltables y servidos de a puñado “los manises” para acompañar aperitivos como el “Hierro Quina Bisleri” o “una” Gancia con limón y un toque suave de soda en sifón de vidrio...
En más de una ocasión me ubique como circunstancial cliente, disfrutando algún vermouth con amigos y guardando en el archivo de la memoria postales de otros días, que eran adornadas por los relatos calidos y apasionantes de Don Armando, donde solía incluir en sus citas a mi abuelo paterno (Venancio), contemporáneo suyo y por el cual siempre manifestaba aprecio y respeto.
Con la excusa de alguna entrevista me permitía extender la charla y cámara de por medio buscaba mediante sus palabras y las imágenes del entorno, poder “apropiarme” de algunos pedacitos de la nostalgia que surgían de tan particular reservorio histórico.
Al fallecer su propietario y consecuencia del afecto que me une con Hilda (una de sus hijas), en más de una ocasión me he sentido “dueño del boliche”. Es así que en 2.005 grabamos la apertura del programa televisivo “bar Londres”, reuniendo a distintos personajes y personalidades dorreguenses, recreando en aquella puesta en escena los grandes tiempos del comercio.
Lejos estaría de suponer que aquel material (que cada mediodía se repite) serviría para atesorar las expresiones de queridos y prestigiosos vecinos que han partido al viaje eterno, entre ellos mi propio padre…
Una mesa repleta de heridas y marcas, varias sillas, ceniceros de “Cinzano”, vasos, botellas de bebidas y una foto de Gardel son todos tesoros que retengo en préstamo, que cuido con el alma y que agradezco eternamente que la familia Fradejas me haya privilegiado su custodia.
Se de todo el esfuerzo que hacen Hilda y Elvira (hijas de Armando y “Ñata”) para preservar el lugar, se también de las dificultades que ello representa.
Empecinadas en no mercantilizar la historia, han dicho repetidas veces no a tentadoras propuestas económicas que pretenden adquirir “sus muebles y útiles”, elementos todos muy valiosos para coleccionistas o personas afectas al mobiliario antiguo.
Saben también que “el tesoro” que celosamente guardan, comienza a sufrir los embates del tiempo y la humedad, que cada vez resulta mayor el deterioro de instalaciones que necesitan un mantenimiento acorde y oneroso.
Años atrás al ser interiorizado del tema, un funcionario municipal y ante el pedido de ayuda solicitada, se permitió el despropósito de sugerir que “tomaran algunas fotografías”, como única alternativa de preservar su memoria…
Preocupado por el desinterés y desconocimiento público que se tiene sobre este verdadero “patrimonio histórico” y con el espíritu de colaborar con sus actuales propietarias, he realizado algunas gestiones (provinciales) que lamentablemente han sucumbido en la maraña burocrática o en vanas promesas de campaña.
El “boliche de Fradejas” aún cerrado, aún resquebrajado en su vieja estructura, es un mojón de autenticidad que guarda en su interior páginas que han sido escritas con la indeleble tinta de su pasado.
Es necesario que alguien escuche el pedido de auxilio, el lacónico mensaje de dos mujeres que luchan denodadamente por mantener su legado, por defender un retazo de historia que no tiene precio, que no admite comprarse… mucho menos venderse.