“Crearemos nuestra propia
literatura, no conversando de
literatura, sino creando en
orgullosa soledad libros que
encierren la violencia de un
cross a la mandíbula”.
Roberto Arlt
Estaba sentada en la punta de la mesa. Cebaba unos mates en un comedor de abuela materna, con ese olor a pulcro y familia de esas casas de barrio. Metidas en una de las puntas del pueblo.
Todavía tenía la mirada triste por todo eso. Y todavía todo le seguía pesando un poco. Fueron esos días en que se habían terminado las palabras y los espacios se transformaban en algo indiferente. Y la vida, la vida un puñado de dolor incierto.
Pero todo seguía su curso natural y ya no esperaba nada. No sentía temor por nada y la nada, ese nudo cruel que le aprisionaba la garganta por la noche. Y aún no lograba salir de ese pozo oscuro y hostil en que sus propios demonios la habían arrojado.
Soledad tomaba un mate, y lo pasaba a su abuela y a su madre que cocían en una maquina Singer de la década del 40’. Y ella, abstraída, seguía colgada en ese atardecer de inercia mental, perdida en pensamientos que ya no trataba de hilar. Había perdido el hábito de buscarle la punta a la maraña que tejía la memoria. Esa tela la llevaba a Córdoba y de ahí a Monte Hermoso y pasaban por La Plata y culminaban en algún barrio de Buenos Aires. En Retiro, San Telmo o Avenida del Libertador.
De repente, la radio que suena lejana, como desde otro tiempo. Y algo se le colgó del inconciente, ese vals cargado de recuerdos de otro tiempo. De la otra vida quizá.
Y así fue como se le aparecieron detrás de la mente esas madrugadas tristes escuchándolo una y otra vez, llorando lo intrascendente. Eran esas noches en que sus lágrimas derramaban la tristeza profunda de su alma, recordando una y otra vez, escupiendo escenas que debía olvidar. Fueron las madrugadas que escribía lanzada al vacío de la noche, intentando dejar todo atrás. Y de golpe, todos esos recuerdos la arrastraron a una marea de sensaciones que se transformaban en añejas, lejanas. Se hacían pasado hasta perderse en el fin de esa canción.
Se daba cuenta casi como si hubiera recibido un golpe que todo aquello ya no le pertenecía, que la vida le había mostrado un lado oscuro y esas madrugadas también formaban parte de dichos momentos. Todo eso era el ayer triste y melancólico de una vida que había perdido el eje.
Amores intrascendentes, obsesiones inútiles, pasiones inconcientes ya no le pertenecían en esta vuelta. Tal vez lo que Soledad no racionalizaba aún era que el paseo por su propio infierno había terminado y ahora se encontraba en el purgatorio.
Un rato después, llegó la noche apacible. Las estrellas alumbraban la cama tibia de una plaza; acunaban los sueños que se perdían entre esos retazos de historias que imaginaba. Un poco por placer y otro poco para llamar el sueño que en ese tiempo se resistía en llegar. Pero cuando lo onírico llegaba, las impresiones eran tan fuertes que volvía a soñar lo mismo despierta. Aunque fueran tan solo un pedazo de incoherencias:
Estaban con su mejor amiga en un teatro viejo, una estructura descascarada y oscura. Había cuartos por todos lados y el lugar parecía un laberinto. Buscaban la salida para llegar a un recital del más preciado artista, del personaje buscado y ansiado a lo largo de tantos años. Probaban en un cuarto y nada. Recorrían, abrían una puerta y la otra, y nada. Y se hacía tarde, ya era muy tarde. El espectáculo ya habría empezado y estaría por terminar.
De repente aparece Damián, esa persona tan apreciada. Lejana en el tiempo, pero reciente en el recuerdo y en la memoria. No está solo, lo acompaña una mujer de tez blanca y rizos castaños que camina tomada de su mano.
Y justamente es él quien tiene la salida. Les indica con cautela una puerta de vidrio pintada de amarillo. La señala como sabiendo de antemano, así como conociendo los espacios laberínticos donde todos se habían encontrado por casualidad. De un codazo la rompe y los cuatro salen a un escenario.
De fondo, el vals sonaba como la última canción. El recital estaba a punto de terminar. El escenario tenía los pisos de madera parecidos a esos que sostienen a las casas viejas. El lugar era más bien un teatro del arrabal, pequeño, con asientos de madera, un pasillo grande que dividía la sala en dos partes iguales. Un show casi íntimo. No había músicos sobre el escenario, sólo el artista que con naturalidad toma de la mano a Soledad y la saca a bailar. La mira a los ojos con un tinte de espera en su reflejo y le dice:
- Pensaba que no ibas a llegar.
La mujer de rizos y Damián también bailan. Todos sonrientes, felices disfrutando del ansiado momento.
Quince días después, los hechos se desarrollaron en un departamento de la calle Roundeau. Había que subir un primer piso para llegar y estaba perdido al fondo de una cortada, bien en el centro de esa endemoniada ciudad. En esa puta ciudad en la que todo se incendia y se va y matan a pobres corazones, ciudad de locos corazones. En esa ciudad tan odiada, con esa aura gris y añeja, finalmente se encontraron de modo definitivo Damián y Soledad. Él, esa persona tan preciada, recuperada en los sueños y en la realidad, había regresado a la vida de ella para compartir de ese purgatorio placentero que ambos estaban dispuestos a disfrutar.
Esta vez, desde el equipo de música suena ese mismo vals. Dos sillas enfrentadas y las bocas tejiendo las sensaciones más infinitas; de esas que nunca mueren, que resucitan cuando el tiempo o el destino se empeñan en los encuentros, en las vueltas de la vida.
De los sueños y de la vida misma de cada uno transitando tiempos y lugares diferentes estaba hecho ese momento. Tiempo nuevo que transformaba al vals en un estado perenne en el alma.
Y en ese preciso lugar, la canción se transformaba lenta y suave en un beso tibio y dulce que se quedaría eternizado en esas notas. Y viviría por siempre en la mirada sentimental de dos personas que se reencuentran más allá de los tiempos, de los desencuentros, de los otros, de los sueños rotos, de los abismos.
Al día siguiente, al tomarse la línea 514 para llegar a la flamante Terminal de Ómnibus, Soledad era transportada por los recuerdos de la madrugada que iba hilvanando.
De esa larga noche se quedaba con el momento del vals; con los temas de Sabina y las reflexiones que hicieron juntos de la frase “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”; con Circo Beat sonando para despertar la mañana que ya era el mediodía; con la ternura de esas horas compartidas en compañía.
Y cuando cruzó las vías, pasando por la YPF y el supermercado Vea, se acordó del sueño y sonrió mirando su reflejo en el vidrio del colectivo. Ahí fue cuando se preguntó: la realidad, ¿paradoja o premonición absurda?
Estaba sentada en la punta de la mesa. Cebaba unos mates en un comedor de abuela materna, con ese olor a pulcro y familia de esas casas de barrio. Metidas en una de las puntas del pueblo.
Todavía tenía la mirada triste por todo eso. Y todavía todo le seguía pesando un poco. Fueron esos días en que se habían terminado las palabras y los espacios se transformaban en algo indiferente. Y la vida, la vida un puñado de dolor incierto.
Pero todo seguía su curso natural y ya no esperaba nada. No sentía temor por nada y la nada, ese nudo cruel que le aprisionaba la garganta por la noche. Y aún no lograba salir de ese pozo oscuro y hostil en que sus propios demonios la habían arrojado.
Soledad tomaba un mate, y lo pasaba a su abuela y a su madre que cocían en una maquina Singer de la década del 40’. Y ella, abstraída, seguía colgada en ese atardecer de inercia mental, perdida en pensamientos que ya no trataba de hilar. Había perdido el hábito de buscarle la punta a la maraña que tejía la memoria. Esa tela la llevaba a Córdoba y de ahí a Monte Hermoso y pasaban por La Plata y culminaban en algún barrio de Buenos Aires. En Retiro, San Telmo o Avenida del Libertador.
De repente, la radio que suena lejana, como desde otro tiempo. Y algo se le colgó del inconciente, ese vals cargado de recuerdos de otro tiempo. De la otra vida quizá.
Y así fue como se le aparecieron detrás de la mente esas madrugadas tristes escuchándolo una y otra vez, llorando lo intrascendente. Eran esas noches en que sus lágrimas derramaban la tristeza profunda de su alma, recordando una y otra vez, escupiendo escenas que debía olvidar. Fueron las madrugadas que escribía lanzada al vacío de la noche, intentando dejar todo atrás. Y de golpe, todos esos recuerdos la arrastraron a una marea de sensaciones que se transformaban en añejas, lejanas. Se hacían pasado hasta perderse en el fin de esa canción.
Se daba cuenta casi como si hubiera recibido un golpe que todo aquello ya no le pertenecía, que la vida le había mostrado un lado oscuro y esas madrugadas también formaban parte de dichos momentos. Todo eso era el ayer triste y melancólico de una vida que había perdido el eje.
Amores intrascendentes, obsesiones inútiles, pasiones inconcientes ya no le pertenecían en esta vuelta. Tal vez lo que Soledad no racionalizaba aún era que el paseo por su propio infierno había terminado y ahora se encontraba en el purgatorio.
Un rato después, llegó la noche apacible. Las estrellas alumbraban la cama tibia de una plaza; acunaban los sueños que se perdían entre esos retazos de historias que imaginaba. Un poco por placer y otro poco para llamar el sueño que en ese tiempo se resistía en llegar. Pero cuando lo onírico llegaba, las impresiones eran tan fuertes que volvía a soñar lo mismo despierta. Aunque fueran tan solo un pedazo de incoherencias:
Estaban con su mejor amiga en un teatro viejo, una estructura descascarada y oscura. Había cuartos por todos lados y el lugar parecía un laberinto. Buscaban la salida para llegar a un recital del más preciado artista, del personaje buscado y ansiado a lo largo de tantos años. Probaban en un cuarto y nada. Recorrían, abrían una puerta y la otra, y nada. Y se hacía tarde, ya era muy tarde. El espectáculo ya habría empezado y estaría por terminar.
De repente aparece Damián, esa persona tan apreciada. Lejana en el tiempo, pero reciente en el recuerdo y en la memoria. No está solo, lo acompaña una mujer de tez blanca y rizos castaños que camina tomada de su mano.
Y justamente es él quien tiene la salida. Les indica con cautela una puerta de vidrio pintada de amarillo. La señala como sabiendo de antemano, así como conociendo los espacios laberínticos donde todos se habían encontrado por casualidad. De un codazo la rompe y los cuatro salen a un escenario.
De fondo, el vals sonaba como la última canción. El recital estaba a punto de terminar. El escenario tenía los pisos de madera parecidos a esos que sostienen a las casas viejas. El lugar era más bien un teatro del arrabal, pequeño, con asientos de madera, un pasillo grande que dividía la sala en dos partes iguales. Un show casi íntimo. No había músicos sobre el escenario, sólo el artista que con naturalidad toma de la mano a Soledad y la saca a bailar. La mira a los ojos con un tinte de espera en su reflejo y le dice:
- Pensaba que no ibas a llegar.
La mujer de rizos y Damián también bailan. Todos sonrientes, felices disfrutando del ansiado momento.
Quince días después, los hechos se desarrollaron en un departamento de la calle Roundeau. Había que subir un primer piso para llegar y estaba perdido al fondo de una cortada, bien en el centro de esa endemoniada ciudad. En esa puta ciudad en la que todo se incendia y se va y matan a pobres corazones, ciudad de locos corazones. En esa ciudad tan odiada, con esa aura gris y añeja, finalmente se encontraron de modo definitivo Damián y Soledad. Él, esa persona tan preciada, recuperada en los sueños y en la realidad, había regresado a la vida de ella para compartir de ese purgatorio placentero que ambos estaban dispuestos a disfrutar.
Esta vez, desde el equipo de música suena ese mismo vals. Dos sillas enfrentadas y las bocas tejiendo las sensaciones más infinitas; de esas que nunca mueren, que resucitan cuando el tiempo o el destino se empeñan en los encuentros, en las vueltas de la vida.
De los sueños y de la vida misma de cada uno transitando tiempos y lugares diferentes estaba hecho ese momento. Tiempo nuevo que transformaba al vals en un estado perenne en el alma.
Y en ese preciso lugar, la canción se transformaba lenta y suave en un beso tibio y dulce que se quedaría eternizado en esas notas. Y viviría por siempre en la mirada sentimental de dos personas que se reencuentran más allá de los tiempos, de los desencuentros, de los otros, de los sueños rotos, de los abismos.
Al día siguiente, al tomarse la línea 514 para llegar a la flamante Terminal de Ómnibus, Soledad era transportada por los recuerdos de la madrugada que iba hilvanando.
De esa larga noche se quedaba con el momento del vals; con los temas de Sabina y las reflexiones que hicieron juntos de la frase “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”; con Circo Beat sonando para despertar la mañana que ya era el mediodía; con la ternura de esas horas compartidas en compañía.
Y cuando cruzó las vías, pasando por la YPF y el supermercado Vea, se acordó del sueño y sonrió mirando su reflejo en el vidrio del colectivo. Ahí fue cuando se preguntó: la realidad, ¿paradoja o premonición absurda?
3 comentarios:
que bueno que esta, cuantos sentimientos juntos, te felicito excelente el final. colbert
muy buen espacio para expreciones artistas, con multimedia (sonido, fotos) hacen muy entretenida la lectura. espero que haya mas, ya que dorrego suele desplazar a nuestros poetas y no entienden que son imprescindibles.
Mostrando un poco de lo tanto...
Como siempre, me encanta y nunca deja de sorprenderme. Te extraño mucho.
En cuanto al espacio, me parece una excelente manera de abrir puertas al lado artistico de nuestro pueblo querido.
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