Dice Juan Gelman:
Cohabito con un oscuro animal.
Lo que hago de día, de noche me lo come.
Lo que hago de noche, de día me lo come.
Lo único que no me come es la memoria.
Hace unos años escuché a una mujer relatando como había sido secuestrada por un grupo de tareas de la última dictadura militar. Estaba en su casa durmiendo, entraron unos hombres y se la llevaron.
Sin explicaciones, en la oscuridad, la torturaron, intentaron hacerla hablar y finalmente, cuando comprendieron que se habían equivocado de persona, la liberaron.
Ella volvió a su casa, a su vida y no le contó a nadie lo sucedido. Pesaba sobre su miedo la orden de callar, la amenaza.
Fueron necesarios treinta años para que pudiera relatar su historia.
¿Cómo se vive en el silencio? ¿Cuántas noches se despertó sintiendo que venían a buscarla? ¿Cómo borró las marcas del dolor en su cuerpo? ¿En qué lugar de una se guarda el secreto?
Cada 24 de marzo, cada juicio que se abre a un represor, cada relato que sale a la luz, cada hija o hijo recobrado, cada nombre en un cuerpo anónimo, cada fotografía, cada poema, cada libro desenterrado, pienso en esa mujer y en otras, en otros a los que oí en primera persona, pienso en el terror y en la valentía para recordar, dar testimonio, enumerar detalles.
Salir del silencio exige revivir el infierno.
¿Pero qué sería de nosotras, de nosotros, sin la memoria?
Obligados a repetir gestos en el vacío, a inventarnos linajes sin sangre, a morir olvidados.
Hacer memoria en la propia voz o a través de la voz de las madres, los padres, los hijos, los sobrevivientes, es un gesto de amor, un doloroso gesto de amor.
Y en ese gesto vuelven los treinta mil desaparecidos, vuelven aquellas, aquellos apasionados por el amor a los otros, apasionados por la urgencia de construir una sociedad más generosa, más bella.
Un amor tan difícil de imaginar en estos tiempos en que abundan el aburrimiento, la indiferencia y el terrible egoísmo.
En la memoria vuelven los sueños de otro país que todavía no se hizo.
Se encarniza en palpar hasta el más chico de mis errores y mis miedos.
No lo dejo dormir.
Soy su oscuro animal.
termina diciendo el poema de Gelman.
Cohabito con un oscuro animal.
Lo que hago de día, de noche me lo come.
Lo que hago de noche, de día me lo come.
Lo único que no me come es la memoria.
Hace unos años escuché a una mujer relatando como había sido secuestrada por un grupo de tareas de la última dictadura militar. Estaba en su casa durmiendo, entraron unos hombres y se la llevaron.
Sin explicaciones, en la oscuridad, la torturaron, intentaron hacerla hablar y finalmente, cuando comprendieron que se habían equivocado de persona, la liberaron.
Ella volvió a su casa, a su vida y no le contó a nadie lo sucedido. Pesaba sobre su miedo la orden de callar, la amenaza.
Fueron necesarios treinta años para que pudiera relatar su historia.
¿Cómo se vive en el silencio? ¿Cuántas noches se despertó sintiendo que venían a buscarla? ¿Cómo borró las marcas del dolor en su cuerpo? ¿En qué lugar de una se guarda el secreto?
Cada 24 de marzo, cada juicio que se abre a un represor, cada relato que sale a la luz, cada hija o hijo recobrado, cada nombre en un cuerpo anónimo, cada fotografía, cada poema, cada libro desenterrado, pienso en esa mujer y en otras, en otros a los que oí en primera persona, pienso en el terror y en la valentía para recordar, dar testimonio, enumerar detalles.
Salir del silencio exige revivir el infierno.
¿Pero qué sería de nosotras, de nosotros, sin la memoria?
Obligados a repetir gestos en el vacío, a inventarnos linajes sin sangre, a morir olvidados.
Hacer memoria en la propia voz o a través de la voz de las madres, los padres, los hijos, los sobrevivientes, es un gesto de amor, un doloroso gesto de amor.
Y en ese gesto vuelven los treinta mil desaparecidos, vuelven aquellas, aquellos apasionados por el amor a los otros, apasionados por la urgencia de construir una sociedad más generosa, más bella.
Un amor tan difícil de imaginar en estos tiempos en que abundan el aburrimiento, la indiferencia y el terrible egoísmo.
En la memoria vuelven los sueños de otro país que todavía no se hizo.
Se encarniza en palpar hasta el más chico de mis errores y mis miedos.
No lo dejo dormir.
Soy su oscuro animal.
termina diciendo el poema de Gelman.
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