Recorro un desordenado promedio de intuiciones escolares, bocetos completos en tachaduras y errores cronológicos.
Todos los años evocados y el mismo frío, y el mismo Cabildo y la misma Catedral. La Kodak Fiesta colgada al cuello y un rollo de veinticuatro plagado de fotos movidas e imágenes siniestramente inclinadas y descoloridas que tendrán destino de depósito y olvido en el póstumo ataúd de nuestro cuarto juvenil.
Las palomas de la plaza como juego y distracción, el pánico a los Granaderos por el anual y recurrente fracaso en el intento de robarles la sonrisa.
La chaqueta insignia de las grandes ocasiones reemplazaba, al menos durante la excursión, al utilitario y ridículo delantal de blanco y azul cuadriculado.
El pantalón gris, largo, de sarga, y una raya delantera que marcaba con esmero la presencia matriarcal.
- Chofer, chofer... apure ese motor…que en esta cafetera nos morimos de calor – le cantábamos a Roberto, conductor del micro doce, tratando de apurar su lento y seguro transitar por la urbana y siempre congestionada Buenos Aires.
La Señora Olga Perrone de Améndola, maestra de grado, pintada como viejo paredón, nos regalaba su ampuloso peinado en altos sólo sostenido por un seco y profundo aroma a spray.
Cruzando el barrio de Balvanera repasábamos el nombre de las calles: Belgrano y Moreno, bajando en dirección al río.
Saavedra, Azcuénaga, Matheu, Paso, Alberti, Larrea y Castelli son transversales a aquellas y en consecuencia paralelas entre sí, algunas de ellas logran relacionarse con las antes mencionadas, para otras es imposible; ya sea porque mueren antes, o son literalmente asesinadas por los extraños caprichos de los diseñadores urbanísticos; sin contar que Rivadavia y su poder de veto se reserva el derecho de modificar el nombre de alguna de ellas.
Y luego, a mitad de mañana, pasado el horrible y amargo chocolate de bienvenida, los lúgubres pasillos de los húmedos museos nos muestran esos mismos nombres pero dentro de oscuros y enmarcados lienzos, alejando de plano toda idea o posibilidad de emulación.
Óleos tristes, señales lejanas y ausentes, exagerando por sobre el imperio de sus gallardías opacas tonalidades.
Recién entrada la adolescencia pude comprender la importancia de estos tipos que hasta entonces eran gélidas muecas matutinas de doble mano o mano única, no importaba demasiado. Y supe comprender que cuando esta gente debatía las aguas se agitaban; que cuando escribían, los mediocres escritores temían por sus pertenencias; que tomaban las armas cuando en el horizonte se vislumbraba al enemigo de la patria y que cuando fusilaban se hacían cargo.
En el extraordinario cuento Las Ménades, del libro Final de Juego, Julio Cortázar pone en boca del relator el siguiente dictamen: “Los aniversarios son las grandes puertas de la estupidez”.
Recordando aquellos días me cuesta desde la inteligencia contradecir tamaña aseveración…. Pero que va, uno resulta ser tan mediocre y vulgar que culmina desestimando la idea del poeta…
Todos los años evocados y el mismo frío, y el mismo Cabildo y la misma Catedral. La Kodak Fiesta colgada al cuello y un rollo de veinticuatro plagado de fotos movidas e imágenes siniestramente inclinadas y descoloridas que tendrán destino de depósito y olvido en el póstumo ataúd de nuestro cuarto juvenil.
Las palomas de la plaza como juego y distracción, el pánico a los Granaderos por el anual y recurrente fracaso en el intento de robarles la sonrisa.
La chaqueta insignia de las grandes ocasiones reemplazaba, al menos durante la excursión, al utilitario y ridículo delantal de blanco y azul cuadriculado.
El pantalón gris, largo, de sarga, y una raya delantera que marcaba con esmero la presencia matriarcal.
- Chofer, chofer... apure ese motor…que en esta cafetera nos morimos de calor – le cantábamos a Roberto, conductor del micro doce, tratando de apurar su lento y seguro transitar por la urbana y siempre congestionada Buenos Aires.
La Señora Olga Perrone de Améndola, maestra de grado, pintada como viejo paredón, nos regalaba su ampuloso peinado en altos sólo sostenido por un seco y profundo aroma a spray.
Cruzando el barrio de Balvanera repasábamos el nombre de las calles: Belgrano y Moreno, bajando en dirección al río.
Saavedra, Azcuénaga, Matheu, Paso, Alberti, Larrea y Castelli son transversales a aquellas y en consecuencia paralelas entre sí, algunas de ellas logran relacionarse con las antes mencionadas, para otras es imposible; ya sea porque mueren antes, o son literalmente asesinadas por los extraños caprichos de los diseñadores urbanísticos; sin contar que Rivadavia y su poder de veto se reserva el derecho de modificar el nombre de alguna de ellas.
Y luego, a mitad de mañana, pasado el horrible y amargo chocolate de bienvenida, los lúgubres pasillos de los húmedos museos nos muestran esos mismos nombres pero dentro de oscuros y enmarcados lienzos, alejando de plano toda idea o posibilidad de emulación.
Óleos tristes, señales lejanas y ausentes, exagerando por sobre el imperio de sus gallardías opacas tonalidades.
Recién entrada la adolescencia pude comprender la importancia de estos tipos que hasta entonces eran gélidas muecas matutinas de doble mano o mano única, no importaba demasiado. Y supe comprender que cuando esta gente debatía las aguas se agitaban; que cuando escribían, los mediocres escritores temían por sus pertenencias; que tomaban las armas cuando en el horizonte se vislumbraba al enemigo de la patria y que cuando fusilaban se hacían cargo.
En el extraordinario cuento Las Ménades, del libro Final de Juego, Julio Cortázar pone en boca del relator el siguiente dictamen: “Los aniversarios son las grandes puertas de la estupidez”.
Recordando aquellos días me cuesta desde la inteligencia contradecir tamaña aseveración…. Pero que va, uno resulta ser tan mediocre y vulgar que culmina desestimando la idea del poeta…
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