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"Resistir siempre… hasta la victoria final", por Hugo Segurola

Su vida estuvo signada por diferentes luchas, por aquellas que procuraban las reivindicaciones populares, por esas otras que hacían al pensamiento, a mantenerse firme junto a la causa abrazada.

Las ideas fueron el legado que su padre, un inmigrante español le transmitió para siempre.

Los primeros años de su vida lo ubicaron del otro lado del charco, en su España natal. Su llegada al país reúne características propias de la época, resultan afines a la de tantos inmigrantes que un día marcharon con la intención de “hacerse la América”.

Es también la historia de una familia, la que comenzó a escribirse en las primeras décadas del siglo pasado, cuando su progenitor decidió dejar el pequeño pueblo de Ortüella para trasladarse a la Argentina.

Don Federico, que alguna vez fue obrero minero y luchador incansable por los derechos de los trabajadores; terminó recalando en la pequeña localidad de Aparicio, donde residían unos tíos.

Los polvorientos y poco transitables caminos de entonces, lo tuvieron al volante de un camión, en una de las primeras tareas que debió realizar en nuestro ámbito.

Lejos había quedado su esposa: Milagros Aranzazi y un pequeño niño, al que luego se sumarían cuatro varones y una mujer.

El niño aquel, protagonista de esta nota nació en 1920 y fue redactando su propia historia de vida, con mucho esfuerzo, constante trabajo y la consigna de mantener en alto sus ideales de libertad y justicia social.

Fue a los 20 años en que comenzó a familiarizarse con la harina, la sal, el agua de una masa particular, en la concreción del pan diario como empleado de don Carlos Di prospero; fue en el mismo sitio donde se jubiló como maestro de pala, conociendo tiempos mejores como aquellos, impensados hoy: de 20 bolsas amasadas todos los días.

Hubo alguna vez una pelota de fútbol en sus momentos libres y la camiseta de Independiente luciendo en reserva y con algunos partidos en primera, su puesto recuerda, era el de “fulba” derecho, como entonces se definía una de las posiciones en la defensa.

Pero entre el trabajo y el fútbol desde siempre existió el compromiso con las causas populares: cuando pibe acompañando a su padre y a otros hombres como Guillermo Aiub o los Llinares en aquellas jornadas duras y memorables de la Guerra Civil Española o ya entrado en la juventud, sumándose al movimiento solidario con los aliados en la segunda guerra.

Dirigente sindical comprometido con sus representados, fue parte de la entonces CGT local y principal referente del Sindicato de Panaderos.

Fue primero esforzado militante y luego dirigente político, fiel a una idea que supo en otras circunstancias de: persecuciones, cárcel, también proscripciones y llevar un sello (considerado delictivo) en los tiempos de las interrupciones democráticas.

Ser comunista no era fácil en aquellos días signados por la violencia y la pérdida de las garantías Constitucionales, implicaba riesgos que supo asumir con hidalguía y dignidad; como alguna vez su padre, sus hermanos o el siempre recordado: Salvador Randazzo, compañero de una ruta plagada de escollos y marginación.

Ese irrenunciable compromiso partidario también le deparó alegrías, como aquella en los fines de los 70, cuando pudo concretar su visita a la Unión Soviética; como premio a la defensa irrestricta de la causa comunista.

Aquel largo periplo le otorgó una gran satisfacción para su espíritu, fue cuando recaló en su pueblo natal, en aquel simple Nocedal, permitiéndole reencontrarse con los afectos y con los recuerdos que guardaba la vieja casa de la infancia.

Eligió se dirigente en la palabra y la acción. La imposibilidad de ostentar cargos o de vivir de la política, no significó un impedimento para expresarse, para colaborar aportando opiniones o esfuerzo.

Alguna vez candidato a Intendente, muchas otras a Concejal, casi siempre dispuesto a acompañar en las listas, a poner el nombre, pero también la experiencia, la conducta y la lucha.


Entre tantas horas difíciles hubo tiempo para el amor, casado con Olga Menna, cuatro son sus hijas: Alcira, Graciela, Olga y Claudia, varios los nietos que contribuyen a poblar de sonidos y expresiones su presente.

Como siempre, como todos los días y a pesar de los casi 90 años, sus pasos resultan rápidos, a veces un ponchito al hombro protege sus fríos.

Durante mucho tiempo existía una parada obligada en lo de Luís, uno de sus hermanos. Se los podía observar juntos, como en aquellos días de ayer en la cuadra de la panadería o en las noches de reunión y militancia.

Entre mate y mate la charla recorría variados caminos: actualidad, economía, política, el Dorrego de ayer; sin olvidarse de inconsultas decisiones que “acorralaron” los ahorros que habían significado tanto esfuerzo, tanto sacrificio.

Con orgullo luce su pertenencia comunista, resalta su identidad vasca, la que se encarga de difundir en un Centro que los identifica aquí: Denak Elkarrequin

Mantiene costumbres simples, que incluyen la lectura de diarios que con pasión consume.

La humildad, la honradez, el cumplimiento de la palabra y la perseverancia son blasones que lo distinguen.

Máximo Corcuera Aranzazi: obrero panadero, luchador de mil batallas, comunista por convicción, dirigente de todos los días y sin necesidad de cargos o pagos para preservar los ideales más puros.

Sigue como en sus días mozos, caminando con orgullo, porfiándole (como buen vasco) a las adversidades, con una máxima como bandera: “resistir siempre… hasta la victoria final.”