En un pequeño pueblo al sur de la provincia de Buenos Aires, una serie de drásticas decisiones adoptadas por jóvenes comenzaba a generar marcada preocupación en sus habitantes.
Si bien los medios de comunicación eran cautos en el abordaje de la problemática, esencialmente en su difusión y en el detalle de los distintos casos, la dolorosa realidad no podía seguir ocultándose y se instalaba en el centro de los problemas del lugar.
En las charlas cotidianas el tema comenzaba a introducirse en cada hogar, se prolongaba en la calle y era parte de cada uno de los habitantes del pequeño sitio; donde cada vez más comenzaba a desmitificarse la frase que pintaba la tranquilidad habitual de la comarca: “Acá nunca pasa nada…”
La acumulación de sucesos y la particularidad que en la mayoría de los casos sus protagonistas fueran jóvenes y adolescentes, generó variadas conjeturas y sumó en el debate -como suele ocurrir- a “opinadores, expertos, clarividentes, profesionales y gente del común”.
En el momento de las explicaciones o las teorizaciones cada cual esgrimía sus argumentos, rondando en todas las manifestaciones circunstancias que estaban ligadas a las flaquezas sociales que impactaban en muchos vecinos: “desempleo, falta de contención, carencia de ingresos fijos, alcoholismo, drogas, violencia familiar, desintegración, marginación, desprotección, delito y ausencia del estado…”
Cierta tarde en uno de los establecimientos educativos del lugar, la Profesora de Lengua se disponía a dar la clase habitual, notando que esta vez sus alumnos no prestaban atención, existiendo una suerte de resistencia a escuchar los conceptos habitualmente claros y amenos de la docente.
Descartó el cansancio de los chicos, especialmente al tener en cuenta el largo receso que los había mantenido alejados de las aulas por más de un mes y, entonces decidió preguntar: ¿Qué sucede?
Después de largo silencio comenzaron a llegar las respuestas, a sumarse las expresiones de chicas y chicos y a compartir con el resto la angustia que desde hace un tiempo había corroído el espíritu de muchos de ellos.
Una a una se fueron cerrando las carpetas, quedaron en blanco las hojas en cada pupitre y la docente no tuvo necesidad de escribir palabra alguna en el pizarrón.
Lo que le ocurría a sus alumnos no estaba en los libros, no podía tampoco resumirse en letras o apuntes. Dispuesta a escucharlos, sus oídos fueron llenándose de sentidas expresiones, de voces que por momentos se quebraban, notando en muchos de ellos la necesidad de hablar, de expresar el impacto que había causado la perdida de algún amigo, de un conocido o de tantos pibes (que sin ser parte de su círculo) conformaban una misma generación.
A partir de aquel desahogo grupal hubo afirmaciones contundentes: ¡Algo tenemos que hacer! ¡Algo debemos hacer!
Y fue así que la docente interiorizó a las autoridades de la Escuela, encontrando en cada una de ellas predisposición para canalizar el planteo de sus alumnos.
El Director, abierto y cercano a cada circunstancia que rodea a los jóvenes, decidió abrir las aulas para que los Centros de Estudiantes de otros establecimientos debatieran las acciones a seguir. Una premisa estuvo clara desde el principio: “nosotros como mayores y autoridades debemos acompañar, pero son ellos los que tienen que hablar y debatir libremente, sin condicionamientos, sin imposición alguna...”
Tras prolongadas horas de reunión e intercambio de opiniones, los gestores de la iniciativa compartieron con sus docentes los pasos a dar y luego se dispusieron a transmitir comunitariamente la idea.
Conscientes que quizás no era mucho lo que podían hacer, que carecían de conocimientos y hasta de elementos para introducirse en una cuestión traumática y de difícil interpretación, optaron por hacer sonar la campana de la atención y en ese llamado transmitir el mensaje de una generación que a gritos pide: ¡ Hagan algo por nosotros!
Con el desarrollo de una caminata decidieron marchar juntos y con toda la comunidad, eligiendo como título de la marcha un deseo que queda explicito en pocas pero visionarias palabras: “Camino a la Vida”.
Y en cada invitación que hicieron llegar al resto de los vecinos, ya sea personalmente o a través de los medios una frase resulta contundente expresión de lo que piden y sienten: “Queremos encontrar un camino. Un camino que nos permita a los jóvenes, a todos, recuperar un espacio de dialogo”.
Posdata:
El pueblo citado en el comienzo de esta historia no es de ficción, existe y es el en que vivimos.
La irreparable pérdida de muchos jóvenes envuelve de tristeza y dolor a distintos hogares dorreguenses.
Muchos jóvenes sin rumbo, sin ganas, desesperanzados y al limite de sus fuerzas y esperanzas, también “son nuestros”.
La docente, el Director, las Escuelas y los jóvenes… forman parte de nuestra rutina diaria “aunque no siempre los veamos”.
El mensaje de nuestra juventud es simple, claro, pero también contundente: “piden recuperar la posibilidad del dialogo, tan siquiera eso y aún desde el dolor y la bronca siguen afortunadamente… hablando de vida.”
Si bien los medios de comunicación eran cautos en el abordaje de la problemática, esencialmente en su difusión y en el detalle de los distintos casos, la dolorosa realidad no podía seguir ocultándose y se instalaba en el centro de los problemas del lugar.
En las charlas cotidianas el tema comenzaba a introducirse en cada hogar, se prolongaba en la calle y era parte de cada uno de los habitantes del pequeño sitio; donde cada vez más comenzaba a desmitificarse la frase que pintaba la tranquilidad habitual de la comarca: “Acá nunca pasa nada…”
La acumulación de sucesos y la particularidad que en la mayoría de los casos sus protagonistas fueran jóvenes y adolescentes, generó variadas conjeturas y sumó en el debate -como suele ocurrir- a “opinadores, expertos, clarividentes, profesionales y gente del común”.
En el momento de las explicaciones o las teorizaciones cada cual esgrimía sus argumentos, rondando en todas las manifestaciones circunstancias que estaban ligadas a las flaquezas sociales que impactaban en muchos vecinos: “desempleo, falta de contención, carencia de ingresos fijos, alcoholismo, drogas, violencia familiar, desintegración, marginación, desprotección, delito y ausencia del estado…”
Cierta tarde en uno de los establecimientos educativos del lugar, la Profesora de Lengua se disponía a dar la clase habitual, notando que esta vez sus alumnos no prestaban atención, existiendo una suerte de resistencia a escuchar los conceptos habitualmente claros y amenos de la docente.
Descartó el cansancio de los chicos, especialmente al tener en cuenta el largo receso que los había mantenido alejados de las aulas por más de un mes y, entonces decidió preguntar: ¿Qué sucede?
Después de largo silencio comenzaron a llegar las respuestas, a sumarse las expresiones de chicas y chicos y a compartir con el resto la angustia que desde hace un tiempo había corroído el espíritu de muchos de ellos.
Una a una se fueron cerrando las carpetas, quedaron en blanco las hojas en cada pupitre y la docente no tuvo necesidad de escribir palabra alguna en el pizarrón.
Lo que le ocurría a sus alumnos no estaba en los libros, no podía tampoco resumirse en letras o apuntes. Dispuesta a escucharlos, sus oídos fueron llenándose de sentidas expresiones, de voces que por momentos se quebraban, notando en muchos de ellos la necesidad de hablar, de expresar el impacto que había causado la perdida de algún amigo, de un conocido o de tantos pibes (que sin ser parte de su círculo) conformaban una misma generación.
A partir de aquel desahogo grupal hubo afirmaciones contundentes: ¡Algo tenemos que hacer! ¡Algo debemos hacer!
Y fue así que la docente interiorizó a las autoridades de la Escuela, encontrando en cada una de ellas predisposición para canalizar el planteo de sus alumnos.
El Director, abierto y cercano a cada circunstancia que rodea a los jóvenes, decidió abrir las aulas para que los Centros de Estudiantes de otros establecimientos debatieran las acciones a seguir. Una premisa estuvo clara desde el principio: “nosotros como mayores y autoridades debemos acompañar, pero son ellos los que tienen que hablar y debatir libremente, sin condicionamientos, sin imposición alguna...”
Tras prolongadas horas de reunión e intercambio de opiniones, los gestores de la iniciativa compartieron con sus docentes los pasos a dar y luego se dispusieron a transmitir comunitariamente la idea.
Conscientes que quizás no era mucho lo que podían hacer, que carecían de conocimientos y hasta de elementos para introducirse en una cuestión traumática y de difícil interpretación, optaron por hacer sonar la campana de la atención y en ese llamado transmitir el mensaje de una generación que a gritos pide: ¡ Hagan algo por nosotros!
Con el desarrollo de una caminata decidieron marchar juntos y con toda la comunidad, eligiendo como título de la marcha un deseo que queda explicito en pocas pero visionarias palabras: “Camino a la Vida”.
Y en cada invitación que hicieron llegar al resto de los vecinos, ya sea personalmente o a través de los medios una frase resulta contundente expresión de lo que piden y sienten: “Queremos encontrar un camino. Un camino que nos permita a los jóvenes, a todos, recuperar un espacio de dialogo”.
Posdata:
El pueblo citado en el comienzo de esta historia no es de ficción, existe y es el en que vivimos.
La irreparable pérdida de muchos jóvenes envuelve de tristeza y dolor a distintos hogares dorreguenses.
Muchos jóvenes sin rumbo, sin ganas, desesperanzados y al limite de sus fuerzas y esperanzas, también “son nuestros”.
La docente, el Director, las Escuelas y los jóvenes… forman parte de nuestra rutina diaria “aunque no siempre los veamos”.
El mensaje de nuestra juventud es simple, claro, pero también contundente: “piden recuperar la posibilidad del dialogo, tan siquiera eso y aún desde el dolor y la bronca siguen afortunadamente… hablando de vida.”